LOS CABALLEROS DE LA MUERTE: 4. UNA VÍCTIMA (121-130)

Publicado el 6 de diciembre de 2021, 14:08

...ha adquirido tintes de complicidad. La sigues y te lleva al gran jardín lleno de flores, en el que los enfermos pasean como ajenos al mundo.
—Carmen, tienes visita —dice la doctora a la señora que hace unos
minutos has visto cortando una flor y arrojándola al suelo. La contemplas, es ella, o por lo menos lo que aún queda de la Carmen que conociste. Toda la belleza que tenía, sus ojos vivos, los cabellos negros, su efigie altiva: todo se ha esfumado. Estás ante una señora de cabellos plateados, gruesa, de alienada mirada, que te contempla sin reconocerte—. Es nuestra paciente más antigua. Nunca ha venido nadie a visitarla —dice, dirigiéndote una mirada que duele, que se clava en el corazón—. Les dejo un rato a solas. Es posible que no quiera hablar con usted, no se lo tome a mal, lleva así desde que la trajeron aquí. Si necesita algo, no tiene más que llamarme.

La doctora se aleja. Tomas asiento en el banco del jardín, al lado de Carmen.

—Carmen —pronuncias su nombre, acariciándole la mano—, soy Andrés, el hermano de Tuco. Te dirige una mirada de asombro. No dice nada.

—He podido pasar la frontera y he venido a verte.
—Ya les he dicho todo lo que sabía, déjenme en paz, por favor —dice en voz alta. No te reconoce, cree que siguen los interrogatorios.
—Soy Andrés, Carmen. Estoy aquí para verte. Nadie te va a interrogar.
Sólo quiero saber cómo estás.
Sigue recelosa, no dice nada. Mira tu rostro y, luego, agacha la cabeza.
—No eres Andrés. Andrés era moreno y nunca llevaba corbata. Eres
otro falangista que me quiere interrogar para que les diga dónde se esconde el grupo de Lobedu.

—No, Carmen. No soy un falangista, ni quiero interrogarte. Mírame a los ojos. Soy Andrés, veintiséis años más viejo —eleva la cabeza, sus ojos de mirada débil atraviesan tu alma. Necesitas urgentemente alguna anécdota que sólo pudierais conocer vosotros dos. Reflexionas—. Carmen, yo estuve en tu boda, ¿recuerdas? Sacamos de la cama al cura. Vaya susto que le dimos, pero Félix era de los pocos sacerdotes que nos ayudaban en el valle. Lobedu vigilaba con el máuser desde el campanario la llegada de fascistas. El Andaluz protegía con el dedo en el gatillo de su Sten la puerta de la iglesia. Y Kiko y yo fuimos los padrinos de vuestra boda —sigue sin fiarse, su mirada se pierde. Necesitas otra anécdota y rápido—. ¿Sabes de lo que siempre me acuerdo? De las discusiones en las que te embarcabas con Lobedu. «Lobedu, so mierda, un día os van a capturar. ¿Cómo se os ocurre robar gallinas? La Guardia Civil no tiene nada más que rodear con un círculo los corrales y ya sabe que estáis en el medio», le gritabas —la ves sonreír, y esgrimes una enorme sonrisa con ella.
—Andrés —pronuncia el nombre como un suspiro.
Te ha reconocido, o desea que seas tú, no soportaría otra desilusión. Te abraza y la abrazas. Es la primera vez en muchos años que una lágrima circula por tu mejilla. Continuáis abrazados, no sois más que los rescoldos de una hoguera a la que prendieron fuego unos asesinos.

—¿Has bajado de las montañas? Hay que tener cuidado, están por todas partes. Algunos se disfrazan de médicos para que les diga cosas. Pero yo soy lista, a mí no me engañan. Ven conmigo. Tengo un refugio.

Y la sigues, hasta el final del jardín, a un rincón en el que crecen rosas
blancas y no hay eucaliptos que permitan las emboscadas. Un destino sin rumbo, piensas. Se sienta en un pequeño banco
de madera. Te invita a que la acompañes.

—¿Están todos vivos? ¿Cuándo venís a rescatarme?
—Carmen, todos estamos vivos. Franco ha muerto.
—¿Lo matasteis vosotros?
—No. Pero queremos matar al que asesinó a Tuco.
—Mataron a Tuco, mataron a Tuco y al niño.
—¿Qué niño, Carmen?

—A mi hijo —quedas paralizado, ni te lo habías imaginado. Aprietas los dientes, cierras los puños, intentas controlar el nudo de la garganta, se han abierto de nuevo tus heridas. Ahora tenían sentido muchas cosas, como que Tuco no quisiera abandonar los montes sin despedirse de Carmen. Los dos muertos, el dolor de aquella mujer nunca se te podría haber pasado por la imaginación.

—¿Quién les mató, Carmen?
—Ssss —sisea, colocando el índice en la boca—. Más bajo, que tienen espías en todas partes.
—¿Quién mató a Tuco y al niño? — vuelves a preguntar, casi exigiéndoselo.
—A Tuco lo mataron los falangistas.
—¿Quiénes eran, Carmen?

—No lo sé. Llegaron a casa, con su uniforme negro —¿uniforme negro?, qué extraño, te preguntas—, y se sentaron a esperar. Me violaron —¡la violaron! ¡La violaron! No te contienes, estampas tu puño contra la pared. No sientes el dolor. ¡La violaron! Hasta en la guerra debería existir una ética, piensas. Vosotros la teníais, la ética de los montes: nunca se robaba a los pobres, nunca se violaba, nunca se mataba a inocentes. Y a quien la transgredía, vosotros mismos os encargabais de fusilarlo: no era digno de estar en vuestras filas—. Y esperaron. Al segundo día llegó Tuco. Le seguían esperando, y le mataron entre los dos. Uno lo agarró por la espalda, y el otro le clavó la bayoneta. Lo dejaron en el suelo desangrándose. Y me volvieron a violar delante de él, mientras agonizaba. Después le pegaron un tiro en la nuca.
—¿Qué pasó luego?
—Me arrastraron hasta el cuartel de la Guardia Civil, para interrogarme. Querían saber dónde estabais vosotros. Me torturaron, y perdí al niño —se coloca en pie, y comienza a gritar—. ¡Perdí al niñooooo!
—Calma, Carmen. No pasa nada. Estoy contigo —la abrazas de nuevo. Ves que la doctora se acerca. Le haces...

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