NUESTRO AGENTE EN JUDEA: CAP. III (61-70)

Publicado el 6 de diciembre de 2021, 0:52

...El anciano se caló el pétaso, se acurrucó en el fondo de la barca y trató de conciliar el sueño. Aunque bien llevados, setenta años es una edad que merece respeto, sobre todo si una gran parte de ellos se han pasado en los campos de batalla o, peor aún, en los palacios imperiales. Había surcado aquel mar otras veces y siempre por razones dolorosas, y temía ver la costa alta y escarpada de Capri que iba acercándose mientras la barca tomaba velocidad llevada por la vela tensa y los remeros retiraban ya del agua sus palas. Temía también ver a Tiberio, porque no había sido capaz de decir nunca que no al emperador, y ahora se sentía demasiado viejo y cansado para decirle de nuevo que sí.
Consiguió amodorrarse, pero fue un breve descanso. Las voces de los marineros no tardaron en despertarle y, mientras la barca demoraba la marcha
hasta detenerse, puso una mano fuera de la borda para recoger agua con la que refrescarse la cara y las ideas. Le ayudaron a subir al muelle, al otro lado del cual había atracada la imponente nave imperial siempre lista para zarpar. Siguió a los dos soldados que habían venido a recibirle al mando de un centurión, mientras un marinero jovencísimo, un muchacho apenas, le seguía llevándole la alforja con las pocas cosas con que había dejado Roma. Mientras caminaba, el hombre sonrió para sus adentros, y una vez más reconoció en Tiberio una gran inteligencia. No le había pasado inadvertido que los soldados no pertenecían a las cohortes pretorias que Augusto había creado como guardia oficial del emperador, y eran en cambio de la muy leal legión Marcias. Augusto había acuartelado en Roma solo a tres de las nueve cohortes, conservando algunas de ellas consigo, pero Tiberio había hecho construir en la capital los Castra Pretoria, cerca de la puerta Nomentana, y cinco años antes había concentrado allí, hasta el último hombre, a los pretorianos al mando del prefecto Lucio Elio Sejano.  Al decidir retirarse a Capri, no había llevado consigo ni a un solo pretoriano: «Es evidente —pensó el anciano— que no se fía de Sejano tanto como se dice o como cree el propio Sejano».
Le hicieron subir a una carreta descubierta de cuatro ruedas, muy espartana. Uno de los soldados cogió las riendas de los dos caballos, con su colega al lado, mientras el centurión iba sentado en el banco frente al anciano y permanecía respetuosamente en silencio. El muchacho, con la pequeña alforja sujeta con una mano y echada sobre un hombro, se mantenía con la otra aferrado al vehículo y realizaba el trayecto a largos trancos que daban la impresión de un vuelo, permitiéndose incluso canturrear. Pasaron junto a la villa que Augusto había hecho construir a los pies del Monte Solaro, y que había sido también la primera morada de Tiberio al decidir retirarse a la isla, prosiguieron por el mismo camino, divisando de lejos las otras residencias oficiales que el emperador había decidido erigir posteriormente una tras otra, nunca contento del resultado.

—¿Cuántas son ya? —preguntó el anciano.

El centurión comprendió en el acto y sonrió.

—Once —dijo— y la duodécima está construyéndose.
—¿Será la última?

El otro se encogió de hombros, sin dejar de sonreír.

—¿Quién puede decirlo? La respuesta descansa sobre las rodillas de Júpiter, a quien está dedicada la casa.

El paso se estaba volviendo ahora más suave, mientras el carruaje se adentraba en el valle que formaba en el centro de la isla un collado fértil entre dos eminencias rocosas. El muchacho ya no cantaba, y cuando el camino comenzó de nuevo a subir dejó el agarradero para sentarse a recuperar el aliento a la vera del camino. La actitud de aquel joven sirviente hizo deducir al anciano que habían llegado ya y, efectivamente, pocos instantes después, el centurión así se lo anunció.

—Casi hemos llegado —dijo.

Se detuvieron delante de un umbral de piedra vigilado por otros dos legionarios, y el anciano no rechazó la mano que el centurión le estaba ofreciendo para bajar del carruaje. Aquella última media hora de sacudidas había sido el corolario de un viaje de veinte horas que le había llevado de Roma a Sorrento, prácticamente sin paradas más que para cambiar de caballos en todas las estaciones de posta; además, el tiempo pasado en el discurrir de la barca sobre las olas no había supuesto ciertamente un gran alivio. Entró en la villa anotando mental y automáticamente los detalles, por la vieja costumbre del trabajo al que acababa de renunciar. «Pero, qué digo», pensó meneando la cabeza, «un trabajo al que por fin se me ha permitido renunciar. Y ahora el responsable de ello me dirá por qué».
Efectivamente, había llegado a un patio soleado, donde el emperador estaba recostado delante de una gran mesa con unos pocos platos. Con gran asombro de los soldados que estaban de guardia, Tiberio hizo un gesto familiar de saludo al anciano, y este, sin mayor muestra de respeto que una breve inclinación de cabeza, fue a ocupar el triclinio del otro lado de la mesa y comenzó a servirse haciendo caso omiso de los intentos del sirviente por ayudarle.

—¿Has tenido buen viaje, Adunco?
—preguntó Tiberio.

El otro asintió, ocupado en esparcir sal sobre un huevo duro.

—Para no entrar en penosos detalles, te diré que sencillamente correcto, Augusto —dijo—, aunque no ideal para un hombre de casi setenta años.

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