NUESTRO AGENTE EN JUDEA: CAP. IV (94-100)

Publicado el 8 de diciembre de 2021, 17:41

Capítulo IV

 

En aquel tiempo, Gamala, un antiguo centro que los judíos habían comenzado a ocupar a su vuelta del exilio de Babilonia, se había recuperado de la terrible represalia a la que los romanos la habían sometido veintidós años antes, por haber apoyado la revuelta de Judas el Galileo contra el censo que había querido hacer Octavio Augusto. El encargado de realizarlo había sido Publio Sulpicio Quirinio, el gobernador de Siria que había sucedido a Quintilio Varo. Hombres marcados ambos por un futuro de sangre, Varo moriría dos años después con todos sus efectivos en la selva de Teutoburgo, víctima de la emboscada del germano Arminio, y Quirinio iba a emplear todas sus fuerzas para sofocar la guerra santa desencadenada por los zelotas en Galilea.

En realidad, Quirinio había sido incapaz de comprender la verdadera razón de aquella rebelión, y hasta el final estuvo convencido, que se debía a razones económicas. En efecto, el censo registraba a los ciudadanos con fines fiscales, y cuando los romanos dieron vía libre a una recaudación de los
tributos realizada de modo brutal, Galilea se sublevó, instigada por Judas.

Era este un doctor de la Ley que se llamaba a sí mismo y a sus seguidores zelotas, por el celo que demostraban al Señor, pero había quienes les llamaban simplemente galileos, en vista de que su cabecilla era Judas el Galileo, y otros también hablaban con talante conspirador de la secta de los filósofos, pues venían después de los saduceos, los fariseos y los esenios.

Judas era un doctor de la Ley, pero para exponer sus tesis no había elegido la sinagoga: había salido a las plazas de los pueblos y de las ciudades, de Gamala y de Jericó, de Cafarnaún y de Pella, y había gritado a los habitantes que les despreciaba, porque estaban dispuestos a pagar los tributos a los romanos y a reconocerles como sus señores, olvidando que un judío no podía reconocer a más Señor que a Yahvé, rey del pueblo de Israel y rey del mundo. El censo, gritaba Judas el Galileo, era la demostración de que los judíos eran esclavos, tanto más despreciables cuanto que no hacían nada para reconquistar su libertad. Pero si rechazaban la obediencia al romano —
un impío que se pretendía divino—, si se lanzaban a la lucha contra el Imperio de Augusto y de Belial, entonces Dios entraría en acción y llegaría la victoria, vendría su reino: «Señor, señor, rey del cielo que mandas sobre todo lo creado, único soberano, omnipotente…».

La revuelta había estallado. Los zelotas iban al encuentro de la muerte con despreocupación, aceptaban con indiferencia la de los padres y amigos tomados como rehenes. El legado Quirinio creía que no querían pagar los tributos, pero también estaban dispuestos a pagar con la vida con tal de no llamar Señor a nadie que no fuera Yahvé, su Dios, el único. Delante de ellos tenían no solo la victoria, sino también la salvación, y esta, como la victoria, había que conquistarla arma en mano. El ejército enemigo estaba compuesto por los conquistadores romanos, pero también por sus cómplices, y para los zelotas eran cómplices no solo los publicanos, que se prestaban a recaudar los tributos para el invasor, sino todos los judíos que
aceptasen la pax romana y no se rebelasen.

Jesús cerró los ojos y saboreó el recuerdo de las palabras de Judas en la plaza de Gamala, y luego en la ribera del mar de Galilea, abarrotadas ambas de gentío. Volvió a notar el calor que le había invadido, el sueño de sacrificio y de victoria en unión con Dios. Tenía a la sazón catorce años, era casi un hombre, pero volvió a ver aquella sensación pintada también en el semblante de sus hermanos más pequeños. Santiago, que tenía entonces doce años, José, que tenía apenas nueve y al que él llevaba sobre los hombros para que pudiera ver por encima del círculo de los adultos.

Una sensación pintada sobre todo en el rostro de su padre, que él, después de aquel día, vería solo otra vez. El comandante militar de Siria había aplastado la rebelión, y los bosques de la fértil Galilea fueron transformados en cruces. Junto con Judas, su cabecilla, fueron crucificados otros dos mil zelotas. Cuando las mujeres desataron a José de una de las cruces levantadas por los romanos, cuando lo depositaron en la tumba, su madre no quiso que los hijos le vieran, pero Jesús era casi un hombre, de modo que se apartó del grupo y contempló el cuerpo sin vida de su padre: aquello era algo que no iba a olvidar jamás.

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