Para prevenir nuevas revueltas, Quirinio había organizado una expedición punitiva contra varias localidades de Galilea, que fueron devastadas y quemadas. La gente, aterrorizada, huía hacia cualquier lugar que pudiera ofrecer un refugio: casi todos los hombres cruzaban el Jordán y se adentraban en el desierto, que se extendía más allá del Mar Muerto, para unirse a los zelotas aunque no compartieran sus ideas: casi todas las mujeres, con los niños, buscaban una escapatoria entre los parientes y los amigos cuyas ciudades y aldeas se habían librado de la furia de los romanos.
Gamala había sido uno de los centros más castigados, porque allí habían vivido Judas y su familia, pero poco a poco la gente había vuelto, había reconstruido las casas y las calles, y ahora la pequeña ciudad era de nuevo próspera. Los olivos la rodeaban (los romanos no los habían quemado: sabían perfectamente que no debían destruir la fuente de su renta, si querían que los súbditos del Imperio pagasen los tributos), y la exportación de aceite había tenido éxito tal como acreditaba el gran lagar que había a la entrada de la ciudad. Sus habitantes trataban de olvidar las vicisitudes pasadas, aunque sin perder el contacto con los zelotas, entre quienes figuraban tantos parientes y amigos, y sus mujeres daban prueba del recuperado bienestar vistiendo aderezos de hueso y de marfil, llevando anillos de oro en los dedos y derramando preciados perfumes sobre sus largos cabellos negros.
En el centro de Gamala, en el lugar en que yacían los restos de la vieja y modesta Casa de la Asamblea, había sido construida una hermosísima sinagoga decorada con figuras geométricas (la religión prohibía la representación de figuras humanas) y recorrida en su interior, a lo largo de todo su perímetro, por tres filas de bancos de piedra dispuestos en gradería. El suelo estaba cubierto por un pavimento también de piedra: en el centro había un espacio cuadrado donde la asamblea se reunía para leer los textos sagrados, delimitado por una serie de columnas redondas, excepto las del rincón, que tenían una sección en forma de corazón. La calle principal llegaba del valle a la sinagoga, y seguía hasta la cima de la colina.
Allí estaba sentado Jesús, contemplando la ciudad o, con un ligero movimiento del cuerpo, la escarpadura que daba al valle en el que resplandecía el gran espejo de agua que unos llaman lago de Genesaret y otros mar de Galilea. También él una fuente de riqueza, con su abundancia de peces, para todos los centros habitados de la zona: desde Corozaín y desde la populosa Cafarnaún, al norte, donde se hacinaban gentes de culturas y religiones distintas, hasta Betsaida, en la ribera oriental y, en la orilla opuesta, Genesaret y Tiberíades. Esta última había sido fundada pocos años antes por Herodes Antipas en honor del emperador Tiberio, para hacer de ella la capital de Galilea.
Estaba ya próximo el mediodía, y el agua del lago era un inmenso espejo cegador lleno de reflejos que impedía vislumbrar las barcas ocupadas en la pesca. Jesús se protegió del sol con la mano en los ojos para mirar primero el lago y después el cielo, que ahora aparecía desierto y silencioso como el agua en la que se reflejaba; luego se pasó la mano por la cabeza inclinada y se quedó largo rato así, acurrucado sobre sí mismo, pensando.
Se le acercó, al cabo de un rato, la más joven de sus hermanas, que le alargó un pan con un pescado hecho a la brasa y en realidad más bien quemado. El hombre se puso a comer distraídamente, pero cada vez con mayor placer a medida que despertaba su apetito, sin sacar las partes más requemadas, pero comentando burlonamente lo mal asado que estaba.
—No es en la mesa —dijo sonriendo a su hermana— donde conquistarás a tu marido.
La joven rio abiertamente:
—¡Hay que tener valor para quejarse! —exclamó—. ¡Quién sabe qué porquerías mucho peores que esta habrás comido en el desierto, langostas y escorpiones!
Jesús bebió un largo sorbo del pequeño odre de vino que ella había traído, y luego, secándose la boca con el dorso de la mano, asintió con la cabeza.
—Porquerías, efectivamente, aunque no tan malas como cree la gente. Los escorpiones no sé, no he llegado a tanto, pero las langostas no son tan malas. Es más, doradas en la llama son decididamente buenas. En cambio, hervidas no saben a nada.
La muchacha sintió un pequeño estremecimiento de horror que exageró por simple broma.
—¿Quieres decir que esos odiosos insectos se pueden cocinar de varias maneras?
Su hermano asintió, mientras terminaba de tragarse el pan en el que había envuelto el último pedazo de pescado quemado.
—Por supuesto —dijo acto seguido—, se hierven en agua salada y se ponen al sol. Cuando están muy secas se trituran, y luego se ponen en una bolsa y se conservan durante varios días. Para quien vive en el desierto, ya sea hombre o camello, las langostas no son una plaga sino una bendición.
Ella le miraba, con un mohín de desagrado en el rostro.
—Y dices que son buenas —comentó incrédula.
—No he dicho tal cosa —corrigió Jesús poniéndose en pie—, he dicho que son buenas si se doran, y que hervidas en cambio no saben a nada, y que si después de un par de días te comes las briznas secas, entonces sí, son una verdadera porquería.
Se encaminaron hacia la aldea, por la pendiente un tanto pronunciada que les mostraba los tejados de las casas —en realidad frágiles terrazas hechas de caña y mantillo, para cubrir unos simples sillares de piedra— y que les obligaba a bajar caminando casi sesgadamente, pero entre tanto la muchacha seguía hablando alegremente.
—¿Has visto a nuestro primo Juan? —preguntó—. ¿Sigue yendo de un lado para otro del Jordán con los cabellos largos y vestido con mugrientas pieles de camello?
Jesús rio.
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