Ya queda dicho que los comerciantes griegos competían con los fenicios. La verdad es que no les iban a la zaga en espíritu emprendedor y astucia, quizá porque, también ellos, procedían de una tierra pobre, montuosa y superpoblada que los echaba al mar y habían tenido que despabilarse para subsistir. Por eso, a lo largo de un milenio, los griegos extendieron sus colonias por Asia Menor (actual Turquía), por el sur de Italia (que llamaron Magna Grecia), por Sicilia y por la costa mediterránea francesa, donde fundaron Marsella.
Cuando los griegos llegaron a nuestra Península encontraron que los fenicios se les habían adelantado y ocupaban los mejores mercados, así que tuvieron que contentarse con establecer modestas bases en las costas catalanas y levantinas, en especial en el golfo de Rosas, que les caía más cerca de su emporio marsellés. Por cierto que esta palabra griega, emporio, que significa precisamente «mercado», es el origen del nombre de Ampurias, nuestra más famosa colonia griega.
Los griegos, ya queda dicho, aprovecharon la caída de Tiro para apoderarse de los mercados fenicios. La euforia duró poco porque los cartagineses arremetieron contra los griegos y recuperaron la herencia de sus primos tirios. La malhumorada reacción cartaginesa ha dejado elocuentes huellas arqueológicas: en Sicilia y el Levante español se encuentran vestigios de muchos poblados griegos destruidos a finales del siglo —V. En algunos casos el grueso estrato de cenizas prueba que el saqueo fue seguido de incendio.
El Mediterráneo se había convertido en un tablero de juego peligroso, lleno de guerras y rivalidades. Desde entonces, a los metales y demás productos tradicionales, la Península sumó sus mercenarios. Tanto griegos como cartagineses, y posteriormente los romanos, que se alzaron con todo el lote, alistarían en sus ejércitos a los excelentes guerreros ibéricos. Diodoro de Sicilia, historiador del siglo —V, describe el sable íbero, la falcata: «Emplean una técnica peculiar en la fabricación de sus magníficas espadas: entierran trozos de hierro para que se oxiden y, luego, aprovechan sólo el núcleo mediante nueva forja. La espada corta cualquier cosa que se encuentre en su camino. No hay escudo, casco o cuerpo que resista su tajo.»
Acojonante.
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