Como vimos al comienzo del libro, hace dos mil quinientos años, España estaba fragmentada en un complejo mosaico de pueblos, cada uno con sus rarezas y costumbres. Los más atrasados eran los pastores celtíberos de la meseta y los celtas castreños del norte, aunque quizá no fueran tan salvajes como los pintan griegos y romanos. Por el contrario, el Levante y el sur, hasta el Algarve portugués, estaban poblados por turdetanos e íberos, ya desasnados por el prolongado trato con fenicios y griegos. Estos íberos sepultaban a sus príncipes en mausoleos tan artísticos como el de Toya (Jaén), y eran capaces de crear obras tan bellas como la Dama de Elche, fechada hacia el -475.
La famosa dama ha tenido una historia ajetreada. La descubrieron unos obreros agrícolas en La Alcudia de Elche el 4 de agosto de 1897. Casualmente (o sospechosamente, según se mire), un hispanista francés, Pierre Paris, veraneaba en casa del cuñado del dueño de la finca donde se halló la dama. El francés se prendó de la pieza y la adquirió. La dama permanecería en el Museo del Louvre hasta que Pétain la cedió a su amigo Franco para el Museo del Prado en 1941. Recientemente un historiador americano, John Moffitt, ha señalado que la dama es una falsificación
decimonónica. Excuso decir que los historiadores españoles han reaccionado como si les hubieran mentado a la madre. Y no van descaminados, porque la Dama de Elche es, en realidad, una diosa madre mediterránea, cuya idealizada divinidad no logra disimular los rasgos del modelo humano que la inspiró. El escéptico lector perdonará si dejándonos arrastrar por los sentimientos damos en creer que los rasgos de esta virgencita de pómulo alto, boca fina, mirada soñadora y griega, y gesto serio y solemnemente hierático reproducen los de alguna princesa de la ciudad ibérica de Illici, cercana a Elche. La dama es sólo un busto, pero nada cuesta imaginar que la infanta era de buena alzada, un punto caballona y corpulenta, algo escurrida de tetas, pero potente de muslos y con el pubis duro como una piedra. ¡Que siga triunfando por muchos siglos en su altar de escayola del Museo Arqueológico Nacional!
En los tiempos de la luz antigua, antes de la irrupción de los dioses pastores, solares, que impusieron los dorios y los judíos, el Mediterráneo adoraba a una diosa femenina y lunar, la de las venus paleolíticas, la Tanit fenicia, la Hera griega, la Juno romana y sus sucesoras. Este culto femenino se cristianiza y prolonga en la mariolatría. En realidad, lo único que cambia es la advocación de la diosa, porque el lugar sagrado se perpetúa. Por eso, muchos santuarios marianos actuales ocupan el lugar de antiguos santuarios precristianos, con sus fuentes, sus cuevas, sus peregrinaciones, sus curiosos ritos, sus exvotos y sus canciones a María.
Por cierto, ¿en qué lengua cantaban aquellos españoles? ¿Qué idioma vernáculo hablaban las autonomías de entonces? Por lo que se deduce de las inscripciones, la Península era una Babel de dialectos o idiomas de áspero sonido. Los lusitanos y celtíberos hablaban una lengua céltica algo distinta de la usada por sus primos del otro lado de los Pirineos, pero igualmente emparentada, aunque fuera de lejos, con el griego y el latín, por pertenecer, como ellas, al tronco indoeuropeo. Por su parte, los tartesios y los íberos levantinos hablaban extrañas lenguas preindoeuropeas. El idioma tartesio no se parece a ningún otro conocido. El ibérico es, para unos, remoto pariente del vasco y, para otros, completamente ajeno a él. Si los que lo emparentan con el vasco estuvieran en lo cierto, podríamos esperar que, con tiempo y paciencia, alguna vez se puedan entender las relativamente abundantes inscripciones ibéricas que poseemos. El caso es que ya han sido descifradas, ya sabemos cómo suenan sus palabras, pero seguimos sin saber qué significan.
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