—Mucho me temo que sí —dijo—, mucho me temo que tu descripción le representa de maravilla. Pero —añadió con distinto tono, como para reprocharse el haber reído— no por eso hay que tomárselo a risa. Es un hombre muy bueno y muy honesto, y en sus enseñanzas hay mucha verdad.
En este punto se detuvo y se volvió hacia la hermana, que le seguía a un par de pasos.
—Y, además —dijo, volviendo abiertamente al tono de broma—, no creas que yo iba por ahí en unas condiciones mucho mejores, cuando estaba con él.
Reían ambos cuando llegaron a casa, y María le miró con afecto risueño, pero cuando la muchacha se hubo ido su rostro adoptó en seguida una expresión preocupada. Se acercó a su hijo y le dijo:
—Ahora Menajén te odia, Jesús, y casi todos, en Gamala, están de su lado. Y aunque seas un maestro de las Escrituras, y yo no pueda enseñarte nada, recuerdo que tu padre José estaba del lado del padre de Menajén y que él y Judas murieron juntos, y no sé qué pensar. Pero sí sé que no quiero que mueras también tú, como él, y que también tú nos dejes solos y sumidos en el dolor como hizo él.
Jesús la atrajo hacia sí y la estrechó entre sus brazos.
—Yo tengo que hacer mi camino, madre —le dijo en voz baja y dulce, como si le pidiera excusas por ello.
—Lo sé —dijo ella sin moverse—, por eso tengo miedo. Y me han dicho que has encontrado motivos de discordia con tu primo Juan, y también eso me da miedo. Y corre el rumor de que has sido expulsado por los sacerdotes esenios de Qumrán, y también eso me da miedo. Y dicen que hablas no solo con escribas y fariseos, sino también con los romanos y los samaritanos, y también eso me da miedo. Y sé que los sacerdotes del Templo de Jerusalén te han hecho encarcelar y luego te han soltado sin presentar contra ti ninguna acusación, y eso me da más miedo que nada.
El hombre se desprendió de su madre, alejándola con suavidad pero con firmeza, y su tono, cuando habló, era de ligera irritación:
—Con miedo se vive mal, madre, mejor dicho, no se vive en absoluto. Pero tampoco te salva de la muerte, de modo que olvida todos estos rumores.
Y luego, más dulcemente, casi en un susurro, añadió:
—Creía que por lo menos tú, madre, entenderías que busco la vida y la paz.
María hizo un gesto de reprobación con la cabeza, y sus ojos oscuros
buscaron los de Jesús.
—Los zelotas —dijo— esperan al Mesías que los conduzca a la guerra, y también los esenios quieren la guerra, y muchos entre los fariseos. Mientras tanto, los romanos nos torturan y nos crucifican y los saduceos les echan una mano, y tú hablas de vida y de paz. Dime, hijo mío, ¿no estarás de verdad fuera de tus cabales, como hemos tenido que gritar para salvarte de la multitud?
El otro hizo un gesto de desconsuelo. Cogió la capa del clavo en el que la había colgado por la mañana y se la echó sobre la túnica sin mangas, se puso en la cabeza la pieza de tela blanca, la aseguró con la cuerdecilla en torno a la frente, cogió el cayado apoyado en la pared y salió de casa encaminándose lentamente hacia el valle.
El camino comenzó a trazar curvas, para suavizar el desnivel, y los fulgores de sol reflejados por el lago herían ya un lado, ya el otro, del rostro del caminante. Jesús caminaba y pensaba, pensaba y caminaba, tratando de superar las dudas y la distancia, pero de golpe, cuando ya el sol se acercaba al horizonte, se detuvo. «Es demasiado pronto para irse —dijo para sí—, antes tendré que hacer al menos una prueba».
Volvió sobre sus pasos, y cuando se hizo oscuro entró de nuevo en la carpintería que había heredado de su padre. La recorrió lentamente, guiado por el rayo de la luna que desde la creación del mundo servía a su pueblo para medir el tiempo, acarició la garlopa y las barrenas de mano esparcidas sobre la mesa junto a un trabajo inacabado, luego se tumbó sobre la yacija baja que ocupaba un rincón de
la estancia, con la cara vuelta hacia la pared, se cubrió con una manta fina y finalmente se durmió.
Se despertó, y era sábado. Se levantó y vio a Simón y a Judas que le esperaban. Se dirigieron hacia la sinagoga, como era costumbre de los judíos desde los tiempos del cautiverio de Babilonia, deteniéndose a lo largo del camino para esperar a que Santiago saliera de casa. Cuando entraron, por la puerta principal de la fachada orientada a Jerusalén, se produjo un murmullo: la gente recordaba la disputa del día anterior y casi todos los hombres, como había dicho María, estaban del lado de Menajén, mientras que las mujeres, en la parte del edificio que les estaba reservada, parecían no tener claro su apoyo.
Los cuatro hermanos tomaron asiento uno al lado del otro en una de las filas de bancos, y escucharon con atención las lecturas y las explicaciones de los doctores de la Ley. Sabían que también le llegaría el turno a Jesús, y pese a ver que se retrasaba más de lo necesario, dando preferencia a los doctores más jóvenes y menos renombrados, no se molestaron y esperaron tranquilos. Finalmente, también Jesús se levantó para la lectura, bajó hasta el espacio cuadrado delimitado por las columnas y le presentaron el rollo del profeta Isaías. Lo desenrolló y dio con el pasaje donde había escrito: «El espíritu del Señor, Yahvé, está sobre mí, pues Yahvé me ha ungido, me ha enviado para predicar la buena nueva a los abatidos y sanar a los de quebrantado corazón, para anunciar la libertad a los cautivos, para restituir la vista a los ciegos, para volver libres a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor».
Una vez hubo leído este pasaje, Jesús enrolló el escrito y lo devolvió al ministro, y a continuación se sentó. Las miradas de todos los presentes en la sinagoga estaban fijas en él, que al cabo de unos instantes comenzó a hablar.
—Hoy —dijo— se ha cumplido la Escritura que acabáis de escuchar.
Inmediatamente se alzó un murmullo: aquella profecía había sido interpretada siempre como el anuncio del Mesías liberador de Israel, y parecía, por las palabras de Jesús, que él se reconociera en aquel Mesías y se atribuyera aquella tarea. Pero Jesús continuó pintando un cuadro muy distinto al que se representaba de ordinario.
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