Pero vamos a aceptar lo peor para nosotros, es decir, que la guerra hubiese terminado con nuestra derrota total seis u ocho meses más tarde. De haberla terminado dignamente, en la unidad, como en Cataluña, los resultados hubiesen sido muy diferentes para toda nuestra lucha posterior, pues las consecuencias de la ruptura del Frente Popular, a tiros, están ahí: todavía la unidad entre las fuerzas de izquierda no ha sido rehecha.
El argumento principal de los sublevados casadistas era que querían conseguir una paz honrosa y evitar víctimas inútiles a las fuerzas republicanas; los resultados también están ahí, a la vista de todos: cientos de miles de fusilados. Creo que no puede haber duda de que, de haber combatido, las bajas republicanas hubiesen sido mucho menores que las que hubo sin combate y que, por el contrario, el enemigo hubiese terminado la guerra mucho más debilitado. Pero incluso para conseguir un acuerdo de paz con los franquistas, sólo mediante la firmeza y la disposición de continuar la lucha se podía abrir tal posibilidad.
Si los franquistas hubiesen visto que estábamos dispuestos a repetir lo de Cataluña —combatir hasta el último palmo de tierra y destruir todo lo que pudiese hacer más lento su avance, y otras muchas cosas—, no hay duda que hubiesen mostrado una actitud menos intransigente.
Ésas y muchas otras cosas nos deben hacer pensar en lo que se podía hacer en esos siete u ocho meses, incluso en el caso de dar la guerra por perdida, sobre todo teniendo en cuenta la experiencia negativa de Cataluña, donde nada había quedado organizado detrás de nosotros, y el trágico ejemplo del paso a Francia, de lo que nos esperaba si éramos derrotados: campos de concentración, miseria, trato infame, cárceles y fusilamientos. Esos siete u ocho meses habrían servido para hacerles pagar aún más cara la victoria a los franquistas —en caso de que la obtuvieran— y, sobre todo, para tomar toda una serie de medidas con el fin de organizar la continuación de la lucha por otros medios y otras formas.
Nos habrían permitido crear organizaciones de Partido con medios de propaganda y de todo tipo para actuar en la clandestinidad en las ciudades y en los pueblos, así como establecer miles de depósitos de armas, municiones, víveres y otros medios de subsistencia y de combate.
Miles de mandos, de combatientes, de responsables políticos, sindicales y estatales de los más comprometidos podrían haberse salvado de la muerte si en los primeros días de la derrota hubieran tenido donde esconderse, hubiesen tenido en ciudades y montañas un refugio y una base organizada de antemano para continuar la lucha.
Lo anterior no quiere decir que esto no se pudo o no se debió hacer, pese a cuándo y cómo se terminó la guerra, si la dirección del Partido hubiera cumplido con su deber.
Dolores Ibárruri escribe en su libro El único camino: «De ahí que no preparásemos a nuestros camaradas para hacer frente a cualquier contingencia en nuestra retaguardia, de ahí la ausencia de previsión ante la posibilidad de la derrota. Ni imprentas, ni papel, ni radio, ni dinero, ni casas, ni organización ilegal. Nada habíamos preparado».
Bien caro habían de pagar nuestro partido y nuestro pueblo esta falta de previsión.
Sí, parte de los dirigentes máximos del Partido y de las JSU de aquella época, muchos de los cuales lo siguen siendo en la actualidad del Partido carrillista, son culpables de muchas de las tragedias de aquel período, que ellos quisieran ocultar hoy con nuevas marrullerías. Son culpables, sobre todo, de la falta de previsión y medidas para la continuación y actividad del Partido en las condiciones de la derrota.
Es claro que la aceptación de una u otra tesis lleva consigo el estudio y análisis de los hechos y del papel de unas u otras fuerzas de forma diferente. Pero incluso aunque aceptáramos la tesis de que era imposible continuar la guerra después de la pérdida de Cataluña, no podemos aceptar que todo lo que hizo la dirección del Partido en relación con esa cuestión fuese correcto y, por el contrario, lo es mucho menos si admitimos que —aun en el peor de los casos, es decir, el de perder la guerra— había todas las posibilidades y medios para continuar la lucha como mínimo siete u ocho meses e incluso más, y que ello hubiera sido menos doloroso y menos costoso para nuestros combatientes y para todos los antifranquistas de lo que fue al terminar la guerra como se terminó.
¿A qué se debe esta conducta de tales dirigentes?
Según mi opinión, a dos causas: una, que a estos dirigentes, como a todos los que desempeñábamos otras misiones, sus cargos les venían demasiado anchos. El cambio fue demasiado brusco y demasiado grande para todos nosotros. Pasar de la oposición a participar en la dirección de toda la vida del país y ,además, en una situación de guerra, era terriblemente complicado y difícil para todos nosotros. Pero, reconociendo este aspecto de la cuestión, queda otro: el de la actitud y conducta de cada uno para superar, vencer sus propias dificultades y deficiencias. Y es aquí donde todo no marchó como es debido. La conducta moral y la actitud de una serie de dirigentes políticos ante la lucha, las dificultades y los sacrificios del pueblo dejaron bastante que desear. Y si hoy recuerdo todo esto no es sólo por el papel negativo que la conducta de esos dirigentes desempeñó en la actividad de los órganos dirigentes del Partido y de las JSU en aquella época, sino porque algunos de esos dirigentes siguen hoy en cargos de dirección del PCE como Carrillo, con una conducta tan negativa y tan señoritil como la de hace cuarenta y tantos años.
En una parte de los dirigentes del Partido hubo, desde los primeros días, una tendencia a la buena vida y en la práctica, desconfianza en la victoria del pueblo, desconfianza que esos dirigentes encubrían con una actitud de fanfarronería diciendo que preocuparse de tomar medidas de organización ante la posibilidad de una derrota sería no creer en la victoria. Con otra actitud, una de las cosas que hubiera pasado es que la dirección del Partido se habría preocupado de adoptar las medidas para proseguir la lucha en la clandestinidad; hubiese pasado que la dirección del Partido se habría preocupado de ayudar a nuestras organizaciones y militantes en las zonas ocupadas por los franquistas desde los primeros días de la sublevación y, en primer lugar, de ayudar a las guerrillas que habían surgido espontáneamente en muchas de esas zonas.
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