EL SUEÑO DE HIPATIA (21-30)

Publicado el 9 de diciembre de 2021, 2:29

Su mayor deseo era tener un heredero, un hijo a quien confiar su fortuna familiar y con el que compartir sus anhelos. Un hijo que amase la ciencia como él la amaba, pero los dioses no estaban dispuestos a otorgarle el mayor de sus deseos.
Su congoja y contrariedad eran tan patentes que a su alrededor todos habían enmudecido, ni siquiera lo felicitaron. Una bandada de patos pasó por encima de sus cabezas, pero nadie les prestó la menor atención.
Teón se sentó y pidió agua, se refrescó la cara y después bebió con moderación. Permaneció largo rato en silencio y con el rostro sombrío, mientras los demás aguardaban pendientes de él.

—¿Cuándo nació? —preguntó por fin.
—Ayer, justo en el instante que Venus surgió en el firmamento — respondió Cayo.
—¿Estás seguro?
—Completamente, mi amo. Me encontraba en la terraza, junto a la alcoba donde la comadrona atendía al ama, por si necesitaban de mis servicios. Caía la tarde y distraía mis pensamientos escrutando el firmamento cuando escuché un llanto infantil. En aquel momento el brillo de Venus surgió sobre el fondo azulado de la bóveda celeste.
Teón acarició su rasurado mentón.
—Te diré que fue un momento mágico —añadió Cayo.
Se levantó y, sin decir palabra, echó a andar. Sus criados lo miraban, sin saber qué hacer.
—¡Vamos! —les ordenó con voz desabrida.

Una hora más tarde, seis jinetes abandonaban las pantanosas tierras del delta del Nilo ante la entristecida mirada de los campesinos. Éstos veían esfumarse los denarios que les hubiese proporcionado una estancia más prolongada. El astrólogo desfogaba la frustración espoleando su caballo. Apretaba en los ijares y el noble animal respondía esforzándose al límite. Cuando llegó a los arenales que bordeaban el lago Mareotis hacía mucho rato que el último de sus criados había quedado atrás. Era imposible seguir al extraordinario ejemplar que montaba el amo: un pura sangre, veloz como el viento, traído de los desiertos del norte de Arabia.

Ante sus enfebrecidos ojos aparecieron las primeras villas que bordeaban la ribera del lago que cerraba el flanco sur de Alejandría. Allí, en los meses del estío, la aristocracia de la ciudad se recreaba lejos del sofocante calor que se soportaba en la ciudad. Eran lujosas residencias rodeadas de jardines y enclavadas en medio de los campos cultivados en los que se daban la mano el trigo y la vid. Poco después cruzó el canal de la Esquedia y rodeó la muralla para entrar por la Puerta del Sol; allí se alzaban algunos de los templos donde los alejandrinos rendían culto a los dioses de sus mayores y tenían lugar importantes celebraciones religiosas.

Teón dio un respiro a su caballo, que echaba espuma por los belfos. La tarde empezaba a declinar cuando avistó la puerta oriental de la muralla por la que se accedía a la gran Vía Canópica, diseñada por el arquitecto Dinócrates de Rodas cuando Alejandro el Grande le encargó levantar una ciudad sobre un pequeño poblado de pescadores conocido como Rakotis. Recorría la ciudad de este a oeste y era tan espaciosa que permitía la circulación fluida de dos carros en cada dirección.

Cruzó la adintelada puerta flanqueada por dos enormes esfinges de granito rojo y se abrió paso, con alguna dificultad, entre la muchedumbre de campesinos; regresaban de las huertas que se extendían junto al canal que conectaba las aguas del Nilo con las del lago y proporcionaba el agua necesaria para el riego. Los soldados encargados de la vigilancia de la puerta estaban ajenos a su cometido, enviciados en los dados.

La mayor arteria de Alejandría rebosaba de vida. Los soportales abiertos en sus amplias aceras daban cobijo a las mercancías de los establecimientos que jalonaban buena parte de sus más de dieciséis estadios [1] de longitud. Los comerciantes, gentes de muy variadas procedencias según se deducía de sus vestimentas, ofrecían productos de los más apartados rincones del mundo. En cada uno de los tramos delimitados por las calles que, a derecha e izquierda, desembocaban en ella se agrupaban los mercaderes dedicados a la venta de determinada clase de productos, según las normas establecidas por las autoridades; los compradores sabían dónde buscar y podían comparar precios y calidades.
Allí podía encontrarse cualquier cosa, desde perfumes costosísimos a baratijas, fina seda o burda arpillera, pieles y calzados, especias, incienso, pergaminos, papiros, tintas de diferentes colores a precios elevadísimos, cerámica de formas diversas y variados tamaños, piezas de orfebrería o toda
clase de alimentos. Los mercaderes voceaban sus mercancías y trataban de atrapar a posibles clientes, invitándoles a comprobar la calidad de sus productos.

Unos gritos, procedentes de una de las calles que se abrían a su derecha, alertaron a Teón. Vio cómo la gente se arremolinaba y los vendedores, agitados, retiraban a toda prisa las mercancías expuestas. En pocos segundos, el abigarrado mundo de los tenderetes había desaparecido. Algunos comerciantes echaron el cierre a sus establecimientos, atrancando las puertas. También la mayor parte de los compradores se había alejado prudentemente del lugar. La estampa que se ofreció a los ojos del astrólogo era habitual en Alejandría desde hacía algunos años. Nicenos y arrianos dirimían sus diferencias a palos. La violencia desatada por aquellos dos grupos se había convertido en algo frecuente. Sus discusiones eran vehementes y, a veces, acababan en reyertas donde había incluso muertos.

Teón supo que se trataba de aquellos exaltados por su inconfundible aspecto: habían desterrado los colores de su indumentaria, no se rasuraban la cara y ofrecían un aspecto desgreñado porque se dejaban crecer el pelo, al modo de los germanos que habitaban las regiones al otro lado de los limes septentrionales del imperio; apenas se lavaban porque rechazaban los cuidados del cuerpo, así como la mayor parte de los placeres que ofrecía la vida.

 

[1] Unos tres kilómetros.

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