EL SUEÑO DE HIPATIA: (31-36)

Publicado el 10 de diciembre de 2021, 2:38

No le interesaban las creencias de los cristianos, pero sabía que había mucha tensión entre dos de las sectas de aquella religión en la que se comían a su dios en uno de sus rituales y tenía un vago conocimiento de la raíz de sus enfrentamientos. Había oído decir que los nicenos habían aceptado los acuerdos establecidos en un concilio celebrado, hacía ya algunos años, en la ciudad de Nicea. Allí, sus obispos, reunidos a instancias del emperador Constantino, acordaron que el Padre y el Hijo, dos de los dioses de la tríada que formaba su panteón, eran iguales en dignidad, tenían la misma categoría y, en consecuencia, se les debía rendir el mismo culto. Los arrianos, por lo que él tenía entendido, establecían unas sutiles diferencias a favor del Padre.

Teón, como muchos de sus amigos, con quienes compartía largas y animadas veladas, opinaba que en el fondo de aquel conflicto latían otros intereses. El más importante era la rivalidad entre Alejandría y Constantinopla. Las dos ciudades habían estado enfrentadas desde que el emperador Constantino decidió convertir a la segunda en capital imperial. Los alejandrinos consideraban que su ciudad tenía más historia y sus centros culturales, los más prestigiosos del mundo pese a los problemas vividos, la situaban muy por encima de su rival, que esgrimía como principal argumento ser la cabecera del poder político del imperio.

Miraba la escena, sorprendido por la inusitada violencia de los contendientes. A pesar de la frecuencia de sus enfrentamientos, nunca había sido espectador de la fiereza con que se peleaban. Algunos de ellos blandían pesadas estacas, indicando que habían acudido al encuentro dispuestos para la pelea. Todo transcurrió tan deprisa que, sin apenas darse cuenta, se vio en medio de la trifulca. Ahora entendía por qué los avispados comerciantes se habían mostrado tan diligentes apartándose.

Tiró de la brida del caballo para que el animal retrocediese, ante la acometida de dos individuos que luchaban a brazo partido y se le echaban encima, sin reparar en otra cosa que no fuese agredir al adversario. Teón no se dio cuenta de que a su espalda peleaba otra pareja: una mujer, con los ojos desorbitados, arremetía, estilete en mano, contra un individuo que tenía la cabeza vendada y empuñaba una espada corta. La mujer falló el golpe y el estilete se hundió en el anca de la cabalgadura del astrólogo que, aguijoneada, se encabritó y se alzó de manos, lo que le puso en una situación apurada. Con mucha dificultad logró dominar su corcel y se desplazó hacia la zona porticada, buscando salir de aquel turbión en que se había visto envuelto.

El caballo hizo una extraña corveta y estuvo a punto de derribarlo. Algo había alertado el instinto del animal. Segundos después se escuchó un ruido que parecía emerger de las entrañas de la tierra. El astrólogo supo inmediatamente que aquello era mucho peor que la riña callejera.

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