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Alejandría, año 370
Todo comenzó a temblar, Alejandría se enfrentaba a un nuevo terremoto. Apenas había transcurrido un lustro de la dolorosa experiencia vivida por sus habitantes. Había sido tan dura que la ciudad aún no estaba recuperada.
El tenebroso ruido hizo pensar a muchos de los contendientes que estaban abriéndose las puertas del infierno y que los demonios surgían de las profundidades del averno. Hubo un momento en que unos y otros dudaron si continuar dirimiendo sus diferencias; fue solo un instante antes de que echasen a correr en todas direcciones, profiriendo gritos y maldiciones. Se culpaban de haber despertado la cólera de Dios, ofendido por los pecados de sus contrarios. La divinidad desataba su cólera sobre una ciudad donde los herejes tenían un lugar y la castigaba otra vez de forma terrible. Según se decía, los muertos habidos en el año 365 alcanzaron la cifra de cincuenta mil y muchos de los supervivientes estaban sin hogar al hundirse bajo las aguas una parte importante del barrio de Bruquio. Los efectos del terremoto fueron terribles en las proximidades del Heptaestadio, nombre con que los alejandrinos habían bautizado el largo puente de siete estadios que unía el Ágora con la isla de Faros, donde se alzaba el más importante de los monumentos de la ciudad: el Faro, cuya linterna permitía orientarse en medio de la noche a los barcos que navegaban a una considerable distancia.
Teón logró al menos, aunque no pudo hacerse del todo con el dominio de su desconcertado corcel, que el animal galopase por el centro de la avenida. El riesgo era grande, pero no tenía mejores opciones. Apretó las piernas a los ijares del caballo y sintió cómo su cuerpo vibraba con los temblores procedentes de las entrañas de la tierra. Los edificios, algunos de cinco y seis plantas, sacudidos desde sus cimientos, oscilaban amenazantes, como si fuesen delicadas hojas agitadas por el viento. Vio cómo caían los primeros trozos de mármol, desprendidos de los frisos, acompañados de piedras y cascotes de la dura argamasa que daba cuerpo a las construcciones.
Los comerciantes abandonaban despavoridos sus tiendas, lanzando gritos de angustia. La Vía Canópica temblaba. Todo amenazaba con venirse abajo en medio de un estrépito ensordecedor. Los cuerpos caídos en el suelo eran cada vez más numerosos y los gritos de miedo daban paso a los gemidos de dolor de los heridos.
Sobrecogido, supo que era cuestión de tiempo verse alcanzado por alguno de los proyectiles que caían desde las alturas. Sentía la fuerza de los latidos de su corazón y espoleaba el caballo por instinto. Entonces, una metopa de mármol desprendida del labrado friso del Gimnasio le alcanzó en la cabeza. Su último pensamiento, antes de llegar al suelo que se agitaba como el cuerpo de una serpiente, fue que nunca conocería a aquella hija que acababa de llegar al mundo y significaba el mayor de sus fracasos como astrólogo. Quizá aquel terremoto, que tampoco había sido capaz de predecir, era un regalo de los dioses, que de ese modo le evitaban sufrir los sinsabores del nacimiento de una hija no deseada.
Entreabrió los ojos con mucha dificultad y volvió a cerrarlos; le picaban como si los tuviese llenos de arena. Al cabo de un rato durante el que no logró sacudirse la somnolencia, lo intentó de nuevo y, como si mirase a través de una rendija, vio moverse, agitadas por la brisa, las delicadas cortinas de lino que tamizaban las últimas claridades del día. Los rayos de sol daban un tono anaranjado a la estancia. Sobreponiéndose a la molesta sensación que lo invitaba a permanecer
con los ojos cerrados, logró fijar su mirada en el techo. Por un momento, pensó que estaba en el más allá, que había superado la dura prueba de salvar la laguna Estigia y dejado atrás los horrores del can Cerbero que, con sus tres pares de ojos, vigilaba la puerta del Hades. Los dioses lo habían destinado a los Campos Elíseos, a tenor del hermoso paisaje que se ofrecía a sus ojos. Las ninfas, indolentes y sensuales, ofrecían sus hermosos cuerpos en un paraje paradisíaco, donde brotaban cascadas de cristalinas aguas en medio de un abundante follaje y frondosos árboles. Supo que no estaba en los predios del bienestar absoluto porque su dolorido cuerpo le indicaba que no había abandonado el mundo de los vivos.
Lentamente trató de situarse. Comprobó que estaba tendido sobre un blando colchón de esponjosos vellones de lana. La estancia era un lugar agradable, silencioso y perfumado por el sándalo y la fragancia de las maderas olorosas que, a modo de friso, decoraban la parte alta de las paredes. Al otro lado de la ventana se extendía un jardín, según se deducía de las copas de los árboles que dejaban entrever las cortinas.
Desconocía el lugar, ni siquiera le era familiar, y no tenía la menor idea de cómo había llegado hasta allí. Su último recuerdo, antes de que su mente se nublara, era el movimiento ondulado de la Vía Canópica agitada por una descomunal fuerza que emergía del interior de la tierra.
Trató de incorporarse, pero solo consiguió acentuar los dolores que lo atenazaban. Pensó que tenía rota la mayor parte de los huesos de su cuerpo. Un ruido de pasos en la galería provocó un aleteo de pájaros que huían piando en todas direcciones desde el refugio vespertino de las copas de los árboles. Alguien se acercaba. Eran dos esclavas quienes entraron en la habitación; una llevaba un candil de varios picos y unas piezas de lienzo, la otra una jofaina con su jarra, de las que se utilizaban para la higiene corporal. Esta última, al verlo despierto, le dedicó una sonrisa zalamera.
—Veo que Teón el astrólogo ha regresado al mundo de los vivos.
Al escuchar su nombre, arrugó la frente y sintió una punzada de dolor en la sien. Se llevó la mano a la cabeza y sus dedos se encontraron con un aparatoso vendaje.
—¿Dónde estoy? ¿Quiénes sois vosotras?
—En casa de Lisístrato.
—¿Cómo has dicho?
Instintivamente, el astrólogo intentó incorporarse, pero los dolores le hicieron desistir. Los dioses se mostraban inmisericordes. La muerte, a cuyas puertas se vio abocado, no se lo había llevado. Pero encontrarse en casa de Lisístrato era tan malo como la muerte.
—¿Cómo he llegado hasta aquí?
—En unas angarillas —ironizó con descaro la joven esclava—. Te trajeron unos criados de nuestro amo y, por si te interesa saberlo, no tenías muy buen
aspecto.
Teón se palpó de nuevo la cabeza, para cerciorarse de que no era víctima de un mal sueño. ¡Estaba en casa de Lisístrato! Ni en la peor de sus pesadillas podía haber imaginado algo tan terrible.
Lisístrato era el mayor de sus rivales en el mundo científico de Alejandría y también un reputado astrónomo, pero, a diferencia de Teón, rechazaba toda clase de interpretaciones, predicciones y pronósticos sobre el destino de las personas a partir de la posición y de los movimientos de los astros, la disciplina a la que él había dedicado buena parte de sus estudios. Las diferencias entre ellos los habían llevado a mantener acaloradas disputas. La última tuvo gran repercusión, no solo en los cenáculos eruditos, sino en las tabernas y lupanares del puerto, cerca de los acuartelamientos de las tropas imperiales.
Trató de poner orden en su dolorida cabeza. Recordaba que el terremoto lo había sorprendido a la altura del Gimnasio, justo el lugar donde las facciones enfrentadas de los galileos dirimían sus diferencias a garrotazos. Poco más adelante recibió un impacto en la cabeza y perdió el sentido. Una explicación de por qué se encontraba en aquella casa era su proximidad.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? — preguntó sin disimular su incomodidad.
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