LOS CABALLEROS DE LA MUERTE: 5. Regreso a la falda de la montaña (151-160)

Publicado el 9 de diciembre de 2021, 13:44

Pegado al zócalo del quiosco de la música, bajo el enrejado que sostiene su cúpula modernista, un ciego toca el violín. Te aproximas, en su atril ha colocado la partitura al revés. Pero le da igual, él no la ve, ni la sigue. Le arrojas una moneda de cincuenta pesetas en el sombrero volteado.

—Qué extraño —murmura.

—¿Cómo dice? —Que es extraño, usted huele a angustia, pero no a desesperación. ¿Me permite que le palpe el rostro? —le facilitas la labor. Con sus dedos toca tus hombros y luego los pasea por tu cara—. Fuerza y agotamiento, el don que los montes otorgan a sus moradores. ¿Tiene nombre o anda en busca de uno?
—Hace muchos años me llamaban Mayor.
—Ah, Mayor —suspira. Eleva la cara al cielo y el arco del violín se desliza con furia sobre las cuerdas—. La güestia le sigue. La güestia, el cortejo de almas en pena que sale de los cementerios para visitar a las personas próximas a morir y que camina cantando una salmodia ininteligible. Dicen que a la tercera visita el enfermo fallece. Estás harto de las supersticiones de los bosques, tú eres un ser racional, no debes prestarle atención.

El silencio del momento se perturba por el estruendo de una sirena, un batallón de obreros con sus fundas de mahón azul atraviesan la calzada, algunos comienzan a introducirse en las sidrerías que encuentran a su paso. El oráculo ciego de las cuencas continúa tocando el violín. Lo mejor es que te encamines a un chigre, necesitas preguntar por un hueco para alojarte.

—Paisa, paisa —un joven te aborda, lleva una chapita con la efigie de El Che en la solapa de una camisa de cuadros—, ¿no tendrá algo p’axudarme? Yé que, sabe usté, he quedao con una moza mu salá pa invitarla a comé, pero robáronme la billetera. Era mi primera cita, y no quisiera quedar mal.

Le entregas cien pesetas, siendo consciente del engaño, pero original petición se las merece. Después de darte las gracias, tropieza, cayendo al suelo. Extiendes la mano para ayudarle a incorporarse.

—Gracies, paisa —dice el muchacho, mientras sacude su pantalón de motas de carbón que pululaban por la acera.

Acabas de darte cuenta de lo que ha ocurrido. No te parieron ayer. Agarras al chico por el brazo y le espetas:

—La cartera.
—¿Cómo yé, oh?

El muchacho disimula, parece que va a negar el robo, pero el fuego en tus ojos. Si las bromas existieron en algún momento ya se han terminado, esa es la interpretación de tu mirada. Te entrega la cartera.

—¡Ala, a cascala por ai! —exclama, mientras da media vuelta y se aleja con la cabeza dirigida al suelo.

«Sidrería Adela», lees. ¡Ah!, ya entiendo, no me puedes engañar. En realidad querías venir hasta este local: la sidrería de su suegro. Espero que no te sepulten la avalancha de recuerdos que llegarán a ti. Entras. La barra está llena de gente tomando sidra, apenas queda un hueco libre. Las mesas llenas. En el mostrador, dos grupos de cinco o seis personas ocupan la mitad, la otra fracción es propiedad de un globo aerostático de color negro: un cura enorme.

—Os dejo, he de continuar con mis obligaciones parroquiales —dice el cura a alguien, pero nadie le presta atención.
—Don Germán, ¿es que nunca piensa pagar las sidras? —es el muchacho de la barra.
—Ay, hijo mío. Yo, todos los domingos, os entrego la carne y la sangre de Cristo, gratis. No me solicites que abone bienes materiales —y el cura abandona la sidrería.
—El gorrón del cura me saca de quicio —refunfuña el muchacho de la barra—. Porque tiene enchufe con el jefe, pero si corriera de mi cuenta le daba una patada en los cojones.

El calor ha secado la sidra esparcida por el suelo, el olor a rancio se hace insoportable. Te colocas en una esquina. El muchacho que sirve a la clientela, detrás de la barra, no encuentra un instante de libertad para preguntarte por lo que deseas beber.

—¿Sidra? —pregunta a voces, desde el otro extremo del mostrador. Asientes con un gesto, y coloca la botella debajo del chigre y extrae el corcho. La eleva y, sobre el vaso ancho de cristal fino, escancia lo suficiente para que el resto del contenido de la botella alcance para cuatro vasos más.
La bebes despacio, saboreándola, dejando que repose en el paladar el tiempo imprescindible para que nunca la olvides. No quieres que desaparezca este momento.
Todo sigue igual desde aquel 10 de julio del 36, el día de tu boda. Aún ves a tu mujer bailando contigo en el patio y la familia alrededor, en aquel improvisado corro que formaron. Han pasado cuarenta y un años, olvídalo, céntrate en el presente.
Como cronometrado, a los cinco minutos el muchacho se dirige hacia la botella y escancia otro vaso. De nuevo la sidra se desliza por tu garganta. La gente comienza a abandonar el local, los que se quedan toman asiento para comer allí.
Un rapaz, de no más de dieciocho años, con las manos gordas y la cabeza grande, recorre la sidrería introduciendo sus gruesos dedos en las bocas de las botellas. Transporta cuatro en cada mano, el pulgar lo utiliza para que no oscilen al caminar. No da la impresión de ser un menor explotado en el trabajo, más bien camina con el aire de los patronos: cabeza erguida, pantalón alto, atado por encima del ombligo y sujeto con tirantes, pelo de punta sobre cabeza amplia y ojos vivos, que no pierden detalle. De repente, se detiene a tu lado, con las ocho botellas, y te pregunta:

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