LOS CABALLEROS DE LA MUERTE: 5. Regreso a la falda de la montaña (161-170)

Publicado el 10 de diciembre de 2021, 12:04

—¿Va a comer?
—De momento, no —dices.
—Si cambia de opinión me lo dice y le preparo una mesa.
—De acuerdo y se aleja con las botellas introducidas en sus dedos.
—¡Pepín!, le gritan dos que están apoyados en la barra—, ¿sabes el problema que va a tener la Patria cuando tengas que hacer la mili?
—Qué problema dice el rapaz, deteniendo su marcha delante de ellos.
—Que van a tener que fundir un carro de combate para hacerte el casco carcajada general en la sidrería.
—Babayus exclama el crío, sin amilanarse, y se aleja con las botellas. Otro vaso. Esperas. Cuando sólo quedáis tres en la barra, y compruebas que el camarero se ha relajado encendiendo un cigarrillo, le abordas.
—Guaje, ando buscando pensión.
¿Sabes de alguna?
Se queda pensativo, y se dirige a los dos últimos que acompañan al mostrador.
—Anda preguntando por una pensión.
—Pues… el más bajo, con bata blanca y salpicaduras de sangre en ella, hace un esfuerzo por acordarse de alguna—, está difícil y se dirige hacia ti. No creo que haya un hueco libre en ningún lado.
—¿Y algún hotel? —le preguntas.
—Aún peor. Sólo hay uno en todo el
valle, y debe estar lleno —el de la bata blanca dirige una mirada a su amigo, que
se ha mantenido alejado de la conversación—. ¿Dónde se alojan los de la empresa que está ensanchando la carretera?
—En Oviedo, aquí no encontraron ni una cama.
—Pensaba que era más fácil localizar un alojamiento por aquí — dices a tus dos contertulios y al joven camarero que se ha introducido en la conversación.
—Buf, toda esta zona, desde hace unos años, ha crecido de tal manera que hasta se levantan casas en mitad de la montaña. No hay sitio para nadie. Pero esto tocará a su fin, ya han comenzado a cerrar algunos pozos —continúa hablando el de la bata—. Yo, en la carnicería, noto cómo cada año vendo algo menos.
—Estaba pensando —murmura el chico de la barra—, si la Flaca no tendría un hueco en su casa.
—Ah —otra vez el de la bata—, pues es verdad. No me acordaba de ella.
Pues puede ser un buen momento, creo que se le marcharon dos que trabajaban en Nitratos.
—¿No anda por la sidrería? —pregunta el amigo del de la bata al camarero.
—Sí, aún está sentada con aquellas dos, despellejando a medio pueblo —el camarero esgrime una sonrisa—. Flaca —grita.
—Cagüen tu madre, guaje. ¿Qué quieres? —dice la más delgada desde una mesa en la que se encuentran sentadas tres mujeres alrededor de seis botellas de sidra.
—¿Tienes libre alguna cama? —continúa preguntando el camarero.—Para ti, no —y las tres comienzan a reírse.
—No es para mí, Flaca. Es para este señor.

La Flaca se levanta y dirige su mirada hacia el rincón en el que te encuentras. Comienza a mirarte de abajo arriba, primero, y después de arriba abajo. Y les dice a sus amigas:

—Tiene buena pinta, lleva corbata y sombrero. Debe ser ingeniero, como mínimo.

Deja a sus amigas y se acerca hasta donde te encuentras. Treinta y tantos años, muy delgada, con un cigarro en los labios, el pelo revuelto y una bata abierta que al menor movimiento deja ver el color de sus bragas.

—¿Es usted el que busca pensión?
—Sí —le dices.
—¿No será de la Social? Yo no quiero en mi casa basura de esa.
—No —alguien desconocido, trajeado y con corbata, sólo puede ser un nuevo ingeniero para una empresa o un policía de la Brigada Político-Social, pero esta ya estaba en total descomposición—. Me llamo Juan Martínez, soy industrial, y vengo desde León a buscar terrenos para la instalación de una filial para mi empresa en Asturias.

—Anda, yé cazurro —dice la Flaca, guiñando el ojo a sus dos amigas—. Me caen bien los cazurros. Sígame, así deja usted la maleta. Guaje —grita, dirigiéndose al camarero—, si viene el cornudo de mi hombre, le dices que ahora vengo.

Va callada y meneando sus escasas carnes. Atravesáis la calzada. Os introducís en un portal, en el que no hay ninguna indicación de que allí se encuentre una pensión. Llegáis al primer piso y con una llave gruesa abre la puerta. Ante ti se presenta un largo pasillo que termina con un baño al fondo, que tiene la puerta abierta y deja ver el espejo pegado en la pared encima de un lavabo. Cuentas las puertas, seis a cada lado. Abre la tercera de la derecha.

—Esta es la que tengo libre. Una habitación pequeña con dos camas de setenta centímetros de ancho, una mesita en medio y un pequeño armario a la derecha, no hay crucifijos clavados en las paredes. Primer síntoma de que algo está cambiando en España.
—De acuerdo, me la quedo.
—¿Cuánto tiempo se va a quedar?
—Hasta que encuentre los terrenos. Pongamos un mes.
—Dos mil quinientas —dice, extendiendo su mano con la palma hacia arriba.

Extraes tres billetes de mil y se los entregas. Ella te da dos llaves.

—Venga, que le doy la vuelta.

Y se introduce en la otra vivienda de la primera planta.

—Creo que tengo cambio por aquí. A ver dónde ha dejado este cornudo la cartera.

Esperas en el pasillo. Entonces, diriges una mirada hacia el interior de una de las habitaciones que tiene la puerta abierta. Quedas petrificado. Hace mucho tiempo que no veías el emblema del yugo y las flechas. Te acercas al marco de la puerta, para ver con más detenimiento la habitación: una foto de Hedilla al lado de otra de José Antonio, debajo del yugo y las flechas. Tu primer impulso es escapar, pero no lo haces, pues algo no cuadra en todo aquello.

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