Los cartagineses

Publicado el 11 de diciembre de 2021, 11:53

El descalabro de sus parientes de Tiro, expoliados por la soldadesca babilónica, conmocionó a los cartagineses y los escarmentó en cabeza ajena. Ellos constituían una nueva camada fenicia recriada en las ásperas tierras líbicas, más agresiva y osada. Cartago era consciente de que en un Mediterráneo disputado por nuevas potencias sólo el dominio de tierras y el mantenimiento de tropas, aunque fueran mercenarias, les garantizaban la estabilidad y el respeto de sus competidores. Además, Cartago no cesaba de buscar nuevos mercados y rutas. Mientras sus agentes divulgaban por las tabernas portuarias fantásticas leyendas sobre la existencia de monstruos marinos y de vertiginosos abismos más allá del estrecho de Gibraltar, ellos discretamente fletaban navíos en busca del oro de Guinea y el estaño de Cornualles y Bretaña. Incluso intentaron fundar, colonias estables en las costas africanas. Enviaron sesenta barcos pesados con tres mil colonos, amén de abundantes pertrechos, pero se les agotaron las provisiones a la altura de Senegal y tuvieron que regresar. No obstante, trajeron interesantes noticias de África y sus gentes: «Había muchos salvajes —escribe un testigo—, gentes de cuerpo velludo llamados gorillai, que huyeron de nosotros. Logramos atrapar a tres hembras, pero como se negaban a seguirnos y mordían y arañaban a los que las llevaban tuvimos que matarlas y trajimos las pieles a Cartago.»

Durante dos siglos, el Mediterráneo fue escenario de cruentas batallas navales. Cartagineses y etruscos (un pueblo itálico) se aliaban para disputar a los griegos las rutas comerciales y las ricas islas de Córcega y Sicilia. En estas guerras, los cartagineses emplearon mercenarios españoles, en especial honderos baleares, los cuales, según escribe Estrabón, «alrededor de la cabeza llevan tres hondas de junco negro, de cerdas o de nervios: una larga para los tiros largos; otra corta, para los cortos, y la tercera mediana, para los intermedios. Desde niños los adiestran en el manejo de la honda y si tienen hambre tienen que acertar en la diana antes de recibir el pan».

El año -509, los cartagineses firmaron un tratado de amistad con los romanos, un oscuro pueblo itálico que estaba todavía en mantillas, como quien dice, pero ya comenzaba a destacar dentro del entorno etrusco. Los romanos no tuvieron inconveniente en aceptar el monopolio marítimo cartaginés a cambio de que Cartago no hostigara a sus aliados. La zona de influencia se establecía a partir del cabo vagamente denominado Kalon Akroterion. Más de un historiador ha descuidado sus obligaciones conyugales en cavilosas vigilias sobre la identificación de ese promontorio. ¿Se trata del moderno Ras sidi Ali el-Mekki, al norte de Túnez, o es el cabo de Palos o el de La Nao (Alicante)?

Hacia el año -500, los cartagineses se presentaron con sus naves de guerra cargadas de mercenarios en los antiguos mercados fenicios de Iberia, y los recuperaron sin contemplaciones, después de bajar los humos, cuando fue menester, a los caudillos y reyezuelos que habían aprovechado el eclipse fenicio para comerciar por su cuenta. Además, instalaron dos bases en sendos puntos estratégicos: la isla de Ibiza y el magnífico puerto natural de Cartagena, llamada con redundancia Cartago Nova (Nota: Evidentemente el autor se equivoca de fuentes, ya que Cartago Nova es el nombre latino, y los cartagineses es difícil que bautizaran su mayor enclave en Iberia en el idioma de sus enemigos. Su nombre cartaginés era Qart Hadasht de Iberia), es decir, «la Nueva Cartago» (porque, cosa curiosa, Cartago a su vez significa Qarthadash, «ciudad nueva»).

Corrían tiempos difíciles. Todo el mundo quería enriquecerse con los metales. Las minas de sierra Morena se fortificaban. A lo largo de las rutas de transporte del mineral, Guadalquivir abajo, se construían recintos fortificados y torres de vigilancia. Como antaño sus abuelos tartésicos, los caudillos ibéricos locales querían sacar tajada de la riqueza que brotaba de sus tierras o simplemente viajaba por ellas. A esto se añadía, seguramente, una cierta inestabilidad social. Los arqueólogos se topan con muchas señales de guerra. Por ejemplo, en Porcuna (Jaén), el magnífico mausoleo de un reyezuelo local fue destruido y el grupo escultórico que lo adornaba acabó hecho pedazos en el fondo de una zanja, donde durmió el sueño de los justos hasta su descubrimiento en 1975. Ahora constituye la joya del museo arqueológico de Jaén. Entre las figuras épicas que representan combates de guerreros o enfrentamientos con monstruos hay una, más civil, que retrata a un masturbador en plena acción.

Pasado un siglo, tras el ocaso de los griegos focenses y de los etruscos, las únicas superpotencias eran Cartago y Roma. En -348 acordaron repartirse el Mediterráneo. La península Ibérica quedó escindida en dos zonas de influencia: Roma se adueño del norte, y Cartago, de la región minera del sur, desde Cartagena. Como es natural, no se consultó a los indígenas.

Los cartagineses se propusieron ordenar y ordeñar la tierra que les había correspondido. A estas alturas, los recursos se iban diversificando, y España no sólo producía la plata de sierra Morena y Cartagena (y el cinabrio de Almadén, y el hierro del Moncayo). A la oferta metalífera del subsuelo, la Península añadía cuanto se criaba sobre la tierra: valiosos productos industriales (esparto y sal); una floreciente industria alimentaria (las salazones de atún, ese cerdo del mar, y las fábricas de garum) y hasta mercenarios celtíberos.

El garum merece epígrafe aparte.

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