LA HORA DE TREVIJANO: (V) NECESIDAD DE LA DEMOCRACIA EN EUROPA

Publicado el 10 de diciembre de 2021, 21:46

Durante el último medio siglo, y salvo algunas excepciones en el mundo anglosajón, el pensamiento político, encerrado en sí mismo y separado de los acontecimientos, ha vivido del desarrollo menor de ideas pasadas. En él está, en el mejor de los casos, la vida perdurable de los muertos y de lo muerto. Y en el peor, la muerte de lo vivo y de lo por venir. Lo que se piensa del mundo político no tiene conexión real con lo que en él se hace. La teoría del poder político jamás ha estado tan desmentida por la realidad.

Aparte de la propaganda y del engaño ideológico, que siempre son elementos integrantes de las ideas de poder, y contra los que cabe prevenirse, lo que le sucede al pensamiento y a la cultura política desde hace medio siglo, incluso a las ideas dominadas o minoritarias, no tiene antecedentes en otras épocas tan largas de la historia moderna. Parece como si la guerra mundial contra el nazismo, primero, y la guerra fría contra el comunismo, después, hubieran anestesiado la facultad de observar la realidad del poder y de reflexionar con autonomía mental sobre lo observado.

La propaganda y el engaño a que conducen todas las ideologías de poder no son suficientes para explicar el cementerio intelectual y el osario académico donde se recrea y cultiva la producción teórica europea, en materia política, desde que terminó la guerra mundial. Desde finales del siglo pasado y los primeros años del que ahora acaba, se sabía ya que la vida interna de los partidos de masas no podía ser democrática. Por eso fue tan irrisorio que, al término de la última guerra mundial, se confiara la vida de la democracia a la vida de los partidos, y que se llamara democracia a un sistema de gobierno que hacía de los partidos los únicos sujetos de la acción política, instalándolos además en el Estado.

La oligarquía de partidos que sustituyó al sistema parlamentario siguió legitimándose en la vieja teoría liberal sin adoptar un nuevo lenguaje. Las viejas y caducas verdades, aplicadas a nuevas realidades se disecaron y llegaron a ser las actuales mentiras. Y mientras tanto, el mundo del poder político, abandonado a sus instintos partidistas, comporta más voracidad depredadora que la creencia doctrinal más salvaje.

Estas observaciones llaman la atención sobre un hecho cultural sobradamente conocido desde que lo enunció por primera vez Heráclito y lo sentenció Augusto Comte: «les morts gouvernent les vivants». El pensamiento de los muertos ahoga el de los vivos. La cultura libresca sofoca al pensamiento que con mente libre se afana por surgir, fresco y nuevo, de la experiencia. Salvo en las ciencias matemáticas, las ideas no generan ideas. Las ideas que tenemos o usamos, incluso las ideas inertes que arrastramos por la vida como viejos tópicos de un pasado muerto, las debemos a una reflexión original sobre acontecimientos pretéritos. Sin instituciones democráticas, todo lo que no es frivolidad o crimen es bribonería política. Como en el vaso impuro de Horacio, lo que se echa en el estado de partidos se pudre o se agria. Y las personas que se distinguen por sus malas inclinaciones o por su descarado cinismo afluyen a él, desde todas las pendientes sociales, como las aguas negras a las cloacas de la urbe. La democracia política no fluye de una idea universal, como la de libertad o de justicia, que se desarrolle por la fuerza instintiva o argumentativa del discurso que la sostiene. La democracia es un hábil recurso práctico que ciertos pueblos han construido con mucha dificultad, tras numerosas y dolorosas desilusiones históricas de ideas universales, para evitar el abuso de los gobernantes sobre los gobernados y dictar leyes favorables al mayor número posible de ciudadanos.

Todas las personas sensibles o cultas, ante este disparate, echan de menos una explicación social de la razón que les empuja a votar y a interesarse por un sistema político al que, sin embargo, desprecian en sus conciencias. No se han parado a pensar que las fuentes tradicionales del saber político, la Universidad y los medios de comunicación, han sido cegadas por los intereses del cinismo oligárquico. La sabiduría de la vida se mide en cada época por la de los narradores que ha producido en la literatura y en la historia. Y cada generación cultural necesita tener, para ser consecuente con ella misma, una nueva visión de su pasado, es decir, una nueva novela crítica de la realidad social y una nueva historia crítica de las generaciones que la precedieron. Cuando falta esa novela y esa historia, como sucede en la transición española y en la guerra fría que cercenó en Europa la libertad de creación y de pensamiento, las generaciones se superponen y suceden unas a otras sin encontrar, desorientadas, el sentido de su propia personalidad en la sociedad y la época que las producen. Y una época que no produzca sus propios libros es un espacio de silencio en la sucesión de padres a hijos. Sólo podemos saber lo que vivimos. Y el escritor no pierde minuto de erudición que un pueblo no haya vivido.

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