LA HORA DE TREVIJANO: (V) NECESIDAD DE LA DEMOCRACIA EN EUROPA

Publicado el 11 de diciembre de 2021, 20:30

La teoría de la circulación de las elites de Pareto, combinada con la de Ortega y Gasset sobre la duración quindenial de cada generación cultural, que tomó de La ley de las revoluciones de Justin Dromel (1861), ofrece una atractiva explicación sobre el hecho de que, cada dos generaciones, la juventud produce un hecho revolucionario o participa en un choque emocional con el disparate esquizofrénico de la sociedad pública.

La última rebelión de los jóvenes fue la del 68. Según este ritmo de ruptura generacional, la próxima gesta de la juventud debería producirse, dado el sofocante estancamiento social de las últimas promociones universitarias, y la crisis total de los valores en la sociedad, en torno al año 1998. Que bien pudiera suceder, gracias a Maastricht, en el próximo año o en el 2000. Una de las características de la rebelión estudiantil del 68 fue que estuvo precedida de una profunda crisis de los valores de la posguerra, que orientaban el sentido de la vida personal hacia la producción económica en sí, y de una prolongada fase de atonía política en el movimiento universitario. La crisis de los ideales productivos dio lugar a las modas extravagantes de la juventud. La atonía política fue explicada entonces como manifestación del ocaso de las ideologías engendradas por la lucha de clases.

Hoy nos vemos dolientes de los mismos síntomas de entonces. De la Universidad han desaparecido los menores atisbos de discusión intelectual o ideológica. Y, sin ideales de referencia al futuro, es natural que las miradas inocentes se vuelvan hacia atrás, en busca de refugio para su impotencia en la ignorante indiferencia o en la fingida autenticidad de la vida privada.
Contra las incompetentes elites sociales que, valiéndose de la política partidista en el Estado, han ocupado el poder de la enseñanza en la Universidad, el poder burocrático en las Administraciones públicas y el poder de las profesiones en la sociedad civil, la masa juvenil mal que le pese no tendrá salida profesional sin rebelarse contra la feroz ocupación de cargos por ese moderno batallón de zapadores de ideales.

Pero esas ambiciones juveniles no se pueden justificar ante la sociedad sin que sean reconducidas por un enérgico movimiento social de transformación, en nuevos ideales morales y culturales, de los cínicos valores derivados de las mentiras propagadas por la guerra fría y por las transiciones de las dictaduras de un partido a las oligarquías de varios. Un movimiento universitario que pueda ser compartido, e incluso orientado, por los líderes de otros campos sociales, como el de la parte de la judicatura y de los medios de comunicación comprometida en ese combate. El obstáculo que se opone a ese necesario movimiento de renovación de la vida intelectual y moral de Europa está en el error universal de creer que nuestra forma de vida política es la democracia, o la única forma de realizarla. La juventud no se levanta cuando la vejez cae, sino cuando reduce a prejuicios los viejos juicios de la sociedad que la esteriliza.

Pero antes de entrar en la justificación de la necesidad de la democracia como forma de gobierno, hay que hacer dos severas advertencias contra la confusión que introducen las ideologías dominantes, para hacernos creer que la democracia es el régimen de poder que tenemos, y que cualquier aspiración a otra forma superior de gobierno es pura utopía o manifestación de resentimiento.
El término democracia, muy valorado desde que se arruinaron las ideologías universales (liberalismo, socialismo, fascismo y comunismo), se usa con lamentable frecuencia en los medios de comunicación, en los partidos políticos, en las conversaciones vulgares e incluso en la cátedra para designar hechos, valores, conceptos, sentimientos y gobiernos que poco o nada tienen que ver con la democracia política.

Sin negar la enorme importancia que tienen para el juego de las políticas gubernamentales las ideas y sentimientos igualitarios que operan como sustrato de la vocación de la Humanidad a una especie de democracia social, es fácil de comprender que la idea encerrada en esta expresión, bien sea entendida como igualdad de condiciones sociales, o bien como generalización de la toma de decisiones por mayoría, implicaría la extensión horizontal de la igualdad, fuera del mundo político, a la esfera de la economía y de la cultura. Son muy pocos los filósofos que han sabido distinguir entre democracia política (gobierno constitucional democrático) y democracia social (igualdad social en el organismo político). Cuando «ambas formas difieren ampliamente tanto en origen como en principio moral; y la democracia social considerada genéticamente, es algo primitivo, no intencional» (Santayana).

Por otra parte, la democracia material del socialismo, salvo en casos aislados de autogestión, nunca pretendió aplicar la regla de mayoría a las decisiones empresariales. Por ello, la expresión democracia social sólo puede referirse, si se emplea con rigor, a la homogeneización cultural de los individuos dentro de una sociedad con una sola clase social.
En realidad, la aspiración a la democracia social ha sido el gran obstáculo igualitario y estratégico que levantó la izquierda europea contra la posibilidad misma de la democracia política.
Incluso las conquistas de los derechos sociales en el llamado Estado de bienestar, que no hay que confundir con la democracia social, ni con la democracia industrial soñada por los fabianos, están puestas hoy a discusión reaccionaria, tanto en los libros como en la calle, porque no fueron un producto de la democracia política, ni están mantenidas por ella. Lo que se concede desde arriba, por un dictador o por una oligarquía de partidos, desde arriba se puede revocar.

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