¡MUERTE A LOS CÁTAROS! (11-15)

Publicado el 10 de diciembre de 2021, 3:16

 

En el momento en que tomo el cálamo, me doy cuenta de que no será fácil desmadejar las historias que se entrelazan en la crónica de mi vida. Una tarea más ardua, si cabe, exigirá aplacar mi ánimo, transido por el horror y anegado de sangre y lágrimas. Y sin embargo, debo volver sobre este camino, hacia atrás, con la lucidez suficiente para no perder de vista el sentido que ha animado mi lucha. Y cuanto más consiga refrenar la rabia y la conmoción, mejor servicio haré a la historia y mayor será mi homenaje a la memoria de todos los que han encontrado la muerte en una masacre sin precedentes; una matanza que, mientras escribo, no ha llegado aún a su último acto.

La historia, esta historia, no puede sino comenzar en una larga noche de verano.

Nos encontrábamos a finales de julio de 1207. La luna iluminaba el espejo de Diana, el lago de Nemi. Me encontraba cansado: aquel día nos habíamos deslomado abrillantando todo el castillo, de arriba abajo. Pero aquella noche de verano era espléndida y una leve brisa misericordiosa soplaba entre los chopos y los castaños del bosque sacro, de ahí que me encontrase apoyado en el ventanuco. Nuestra cabaña era la última del poblado, en la cima de aquella roca de lava que formaba el acantilado sobre el lago.
Aquel era el lugar donde Girolamo —o el viejo, como simplemente lo llamaba— había permanecido toda su vida. A pesar de que juraba y perjuraba que tan sólo tenía cincuenta primaveras, prácticamente nadie conocía su verdadera edad. Siempre ceñudo, rezongaba sin parar, soltando palabrotas a más no poder, rumiando su rabia y su rencor contra el mundo entero.

En aquel momento se encontraba descansando. Probablemente no dormía, pues pude intuir que se movía de un lado a otro en su lecho por el ruido que hacía la paja del jergón. Por lo menos no refunfuñaba. Aproveché la ocasión para permanecer un poco más en el ventanuco, siguiendo con la mirada los puntos de oro incandescente que descendían hacia el lago. Mas poco después una voz bronca tronó a mis espaldas, en la oscuridad.

—Y bien, Giordano, ¿te apartarás del agujero o no? ¿O es que quieres matarme quedándote con todo el frescor? Ven a descansar… y no le des más vueltas: ¡Jamás conseguirás reflotar esas malditas naves!

Se trataba de una manera como cualquier otra de comenzar alguna de nuestras interminables charlas nocturnas; el tono, más propio de una breve escaramuza, las hacía más entretenidas. Aquella noche el viejo se mostraba más pendenciero que nunca, a pesar de estar muy cansado. En la cabaña continuaban flotando los restos del sofocante bochorno del día. Aún quedaba mucho para que el verano se extinguiese, momento en el que el abad y los monjes abandonarían el castillo para volver al monasterio de Sant’Anastasio, en Roma, y nosotros lanzaríamos al aire el hábito blanco y seríamos libres durante otro larguísimo invierno.
Me eché al lado de Girolamo mientras la brisa, caprichosa, cambiaba de dirección, entraba por uno de los lados de la cabaña y agitaba las pieles de cordero puestas a secar. La última vaharada que me llegó a la nariz me dio náuseas.

—Viejo, no te olvides de que un día sacaré aquellas naves de allá abajo.
Te lo aseguro.
—¿Y cómo, mi valiente discípulo? ¿Con la ayuda de Diana… o recurriendo a las artes mágicas? ¿O quizá con alguno de tus misteriosos cálculos? —Y acompañó esta palabra con una risotada tenebrosa, una especie de gruñido.
—Sin magia. Con un sistema de levas y poleas. Sea como fuere, el proyecto pronto estará a punto y, si no lo consigo, habrá que fabricar una máquina. Sería fantástico construir un barco que fuese bajo el agua para sujetar las naves romanas y arrastrarlas hasta la orilla.
—Un barco… ¡Una nave que viaja por debajo del agua y no por encima! Por los Campos Elíseos… hic homo sanus non est! Temo que un día te vuelvas loco… y todo por mi culpa, por los libros que te he dejado leer. Tienen razón… Claro que la tienen: los libros conducen a la locura —su congoja parecía sincera.
—Que no, viejo, puedes estar tranquilo: estoy perfectamente cuerdo. El problema es que no sé por dónde comenzar… Y sin embargo sé que no es imposible. Verás, un día sacaremos esas naves, tú y yo, y ganaré para ti un altísimo honor: de humilde lego cisterciense pasarás a ser abad, pero no de Acque Salvie, no: ¡de Cistercium!

Aunque se reía mientras hice esta predicción, no tardó en rezongar con
más fuerza, escupiendo imprecaciones:

—¡Por Aqueronte! Me parece que no hice nada bueno al sacarte de aquella cesta para convertirme en tu padre y tu madre. ¡Abad! ¡Yo, un abad!
—Y, bajando el tono de voz—: Curas, monjes, abades, obispos, cardenales, papas… ¡Santo Padre!
—Viejo, ¿a qué ese temblor? ¿Por qué ese susurro? ¿Comienzas a presentir las brasas bajo los pies? Hay que ver. Quién diría que eres medio fraile.
—Soy un lego, un fraile laico. ¡Soy libre!
—Pero llevas el hábito blanco de los monjes.
—¿Y tú no? ¿Acaso no haces lo mismo?
—Pero yo no me quejo. No acabaré en la hoguera. Tú, en cambio, ya conoces tu fin.
—¡He criado una serpiente, un áspid bajo mi techo…!

Habíamos entablado aquella discusión innumerables veces. Poco después continuó, refunfuñando:

—No es justo: los señores monjes calentitos todo el invierno, en el monasterio de Roma, arropaditos con esculturales samaritanas… Poco ora y mucho labora… Y después, en verano, aquí, ¡a tomar el fresco! Porque en Nemi no hay peligro de pestes, no. ¡Y mientras, este viejo medio cojo, trabajando sus condenadas tierras a la orilla del lago! ¡Bajo este sol! ¡Deslomaos vosotros también! ¡Poned a secar esas pieles de cordero en vuestras celdas! ¡Compartid con nosotros vaharadas de tan balsámica fragancia! ¡Malditos secuaces de Lucifer! ¡Se comerán los corderos mañana, asados, como si fueran señorones…! Ah, pero Dios los castigará. Dios es justo y pasarán la eternidad en el infierno. Y su pena será permanecer sumergidos en montones de carne podrida. Ya vendrá el día del Juicio, ¡vaya si vendrá!
—Aquel día incluso a ti te condenarán al fuego eterno. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, sí que lo sé. Pero antes de ir allá abajo me gustaría decirle dos palabritas a san Pedro. Ah, sí, ¡vaya si se las diré! Para que vea que el mundo es grande, que rebosa de criaturas que lo necesitan más que nuestros latines. Y piensa que hubiese pasado de poner esa piedra en medio de los tártaros. ¿Te das cuenta? Allí sería más justo, en medio de los bárbaros; allí era donde debía fundar su Iglesia y no aquí, en Roma. En el fondo, aquí las gentes ya estaban avezadas en lo tocante al cielo y el infierno. ¡Incluso al purgatorio! ¡Piénsalo!
—Pero ¿qué dices?
—Oh Señor Dios, perdona su arrogancia, así como su ignorancia. ¡Hete aquí las nuevas generaciones! Pero ¿qué te crees? ¿Que por cuatro números que hayas aprendido crees saber más que yo? Me he leído a conciencia los libros de los monjes y los curas: conozco la historia; sé lo que ha pasado. Tú, en cambio, siempre a la búsqueda de fórmulas matemáticas, de números, símbolos, elementos muertos, sin vida. ¡Pero bueno! ¡Somos los únicos afortunados en este condenadísimo mundo, los únicos que tenemos a nuestra disposición una biblioteca entera en la que hay de todo un poco! Y eso porque has tenido la suerte de encontrarme.
—No, viejo. Si aquel día el abad hubiese encontrado el cesto y no tú… Ahora, como mínimo, sería secretario particular del Santo Padre.

Me había burlado con la intención de interrumpir aquellas jeremiadas que ya me sabía de memoria, aunque él también conocía, de cabo a rabo, mis pullas. Por eso conseguí evitar, de un salto rápido, el bastonazo habitual, mientras él, siempre muy acalorado, proseguía:

—¡Pero no has sabido aprovecharlo! Además del romance, he conseguido enseñarte un buen latín y un poco de griego… ¿Y para qué? ¡Para verte enloquecido por los números! ¡Y también me has enredado! Me has hecho copiar páginas enteras de esos malditos números arábigos y esas fórmulas de física. ¿Y de qué han servido? Jamás has abierto un libro de historia o de filosofía.
—Contigo a tu lado, conozco el color del pelo de todos los emperadores… y cómo murieron: envenenados. Sé cuál es la causa de todos los males de la tierra: los monjes y los curas, ¿vale? En dos palabras te he contado toda la historia de la humanidad —y me reí, intentando huir del inevitable bastonazo que estaba a punto de caerme.
—Hideputa… ¡Cómo comprendo a tu santa madre! Pero ¿no lo entiendes? Te he dado la posibilidad de leer, de estudiar, de comprender cuanto pensaba el hombre más grande que ha existido en la tierra después de Nuestro Señor Jesucristo: Aristóteles. ¿Y qué haces tú? ¿Dónde metes la nariz? ¡En sus libros de física!

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