¡MUERTE A LOS CÁTAROS! (16-20)

Publicado el 11 de diciembre de 2021, 2:13

—Pero, viejo, ¡si a ti también te gustan los números!
—Pero no sólo: he aquí la diferencia. A ti te importan tanto esos malditos garabatos que te desentiendes por completo del mundo en el que vives. Te has lanzado de cabeza en el estudio de los números porque con ellos puedes jugar a placer, sin tener en cuenta a Dios ni a tu propia conciencia. No sabes nada de lo que te rodea. Todo podría acabarse mañana y te daría igual. Podrían anunciarte que dentro de poco descenderías al infierno para toda la eternidad… ¡y no dudo de que irías con gusto si te dejasen un ábaco con el que llevar la cuenta de todas las almas condenadas! ¿Es cierto o no? Al menos sacarías algo de ello…

Al intuir que estaba a punto de replicar, apretó con fuerza su mano contra
mi boca:

—¡Vale! Una vez que hacía falta comprar un brasero… Maldita sea, ¡pues no habrías preferido morirte de frío antes que separarte de aquel libro! ¿Y luego? Un mozuelo de catorce primaveras consigue escribir un texto tan importante como para llenar de orgullo, por fin, al viejo Girolamo… ¿Y qué hace? Lo vende por pocas monedas para comprarse un trozo de hierro. Y, por si fuera poco, ¿a quién se lo vende? ¡A un fulano amigo de nuestro erudito abad Rainiero! ¡Pues da gracias a Dios de que hasta ahora nadie haya descubierto al tontísimo matemático Jordanus da Nemore y al lego tontorrón del castillo de Nemi! ¿Sabes lo que hizo, en cambio, el pisano? ¡Al parecer, reescribió tu libro a su manera! Y ahora, hinchado de su soberbia luciferina, va diciendo por ahí que ha sido el primero en descubrir las cifras arábigas y el cero. ¡Por los Campos Elíseos! Para una vez que habías adivinado alguna cosilla… nugae non erant!

—Ha sido lo mejor: ¿qué podría haber hecho yo? Las nuevas cifras indias, con el cero, sirven sobre todo para el comercio. Y el hijo de Bonaccio es mercader, viaja mucho y puede llevar a todas partes el uso de esos números. ¿Qué importancia tiene que diga que los ha descubierto él? Si fuese por ello, yo tampoco lo habría hecho. Por cierto, ¿de qué libro copiaste aquella página? ¿No lo recuerdas?

—¡No, por Hércules! Y si lo hiciera, no te lo diría jamás para que no pudieses encontrar cualquier otra diablura…

—… Y escribir otro libro, venderlo y comprar un mullido colchón de lana
para el próximo invierno.
—¡Por Dios! ¡No cabe duda de que los números te han trastornado! ¡Pensar en un colchón de lana con este calor! ¡Por Aqueronte! —suspiró abatido.

Mientras el viejo continuaba rezongando, pensé de nuevo en aquel día de hace seis años. Era a principios de verano y viajaba, por cuenta del abad Berardo, los monjes cistercienses de la iglesia de Santa María de Fulano, en Ostia. Dentro del zurrón, mi primer libro. Girolamo me lo había encuadernado y había anotado en el frontispicio: Mi pequeño ábaco, por Jordanus de Nemore. ¡La alegría que sentí cuando, en la taberna, intervine en la agria discusión entre aquel joven pisano y un anciano presuntuoso que se las daba de sabelotodo, acalorados por tantas jarras de cerveza! El pisano me había ofrecido también un vaso de julepe de rosas. Se contaban sus viajes. Oí hablar de Oriente; me sentía fascinado. Después el viejo comenzó a darse aires de gran entendido en cálculo, de alguien que manejaba el ábaco como un caballero la espada, y el joven, quizá por excesivo respeto, no encontraba nada con que rebatirlo y argumentaba sólo de manera muy refinada, pero sin orden, sobre la posibilidad de aplicar la matemática a todas las ciencias.

En ese momento puse una incógnita al sabelotodo: que intentase calcular cuántas parejas de conejos nacerían en un año a partir de una sola pareja si cada mes cada una de ellas pariese una nueva que, a su vez, tuviese otra al mes siguiente.

El viejo se quedó, literalmente, con la boca abierta. Me llamó malcriado mientras el pisano, al que le brillaban los ojos, me preguntaba si en verdad era capaz de resolver el problema. Y cuando el posadero me dio un tizón y escribí sobre el pavimento, con los nuevos números, la serie 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, explicando que cada uno, desde los dos primeros, era la suma de los dos términos precedentes, el joven pisano comenzó a decir que no era posible. ¿Cómo había conseguido conocer aquellas cifras árabes? Quiso que fuese a su nave. Me explicó tantas historias… Hablamos sobre todo de números y no le dije nada de mi vida. Le vendí, sin embargo, el libro porque intuí que haría buen uso de él. Y con las pocas monedas compré, a un mercader judío, un bellísimo brasero de hierro para mi viejo cascarrabias.

Una luciérnaga entró por la ventana, aunque se apresuró a volver hacia la luz de la luna.

—Giordano.
—Qué.
—¿Te cuesta mucho aguantar a un viejales como yo?
—Al contrario: es un honor.
—Giordano… No pierdas el tiempo: debes volver a Ostia, embarcarte hacia Pisa y encontrar a tu amigo Leonardo. Así harás grandes cosas.
—Otro año. Todavía tengo muchas… demasiadas dudas.
—Supongo que se trata de dudas matemáticas… y no morales o filosóficas. ¿Me equivoco?
—No, viejo, no te equivocas en absoluto —y nos reímos con aquellas carcajadas que nos reconciliaban con el mundo entero—. No te amargues la existencia. Crees profundamente en Dios y en la otra vida: es lo más importante. Déjate de curas, monjes, papas, reyes y emperadores.
—No puedo. No nos podemos aislar como haces tú.
—De acuerdo, Girolamo… Pero prefiero estudiar antes que llorar o desesperarme. Sí, soy un siervo como todos esos pobres campesinos que viven aquí. Soy un lego de la residencia estival del monasterio de Sant’Anastasio, escupo sangre todos los días para comer y se me ha prohibido estudiar. Pero todos los veranos pasan. Y cada invierno continúo trabajando como una bestia. Y los días son cortos, pero los monjes ya no están, pues han vuelto a Roma. Y mientras nuestros amigos campesinos echan sus cuerpos en lechos húmedos y fríos, a la espera de un amanecer que nunca les llegará, yo comienzo a vivir. Puedo entrar en el castillo, quitarme la máscara de bobo que se me obliga a llevar durante los veranos y… ¡embriagarme con el polvo de la bien provista biblioteca! Puedo estudiar, viejo, e intentar de verdad dar vida a una nueva aurora. Y mientras estudio soy libre; mientras mi mente indaga y aprende, venzo la esclavitud.

Noté que se estiraba, que apoyaba la cabeza sobre la madera de la cabaña. Tocaban a rebato. No cabía duda: se preparaba para cantarme las cuarenta.

—Así pues, tienes completa conciencia de que no somos más que esclavos, al igual que estos otros desgraciados que viven en barracas inmundas como ésta, en los alrededores de la pullarella… Porque, es verdad, ¡parece un gallinero! Esclavos de los curas o de los nobles, tanto da: todos son esclavos. Siempre oprimidos. ¿Y por qué? Para proveer el lujo de nuestros señores. Godofredo de Troyes decía: «los campesinos que trabajan para todos, que se cansan a todas horas, en todas las estaciones, que se rebajan a las labores serviles que desdeñan sus señores, siempre están oprimidos. Y todo para garantizar la vida, los vestidos, y las frivolidades de los dueños. Se les azuza con fuego, se los obliga a humillarse o se los mata con el hambre o la violencia, sometidos a toda clase de suplicios. Los pobres gritan, las viudas lloran, los huérfanos gimen y los torturados derraman su sangre». A los débiles, los enfermos, los tullidos, se los excluye de este mundo. Y también los leprosos. Y a los judíos. La enfermedad es el signo del pecado que cargamos: por el mero hecho de ser cojo, se me considera maldito por Dios y por los hombres… y apenas me toleran el abad y los monjes. La palabra libertad no existe: tan sólo es libre el hombre que tiene un protector poderoso. Y como si no hubiese bastante con príncipes, duques, condes, reyes y emperadores… ¡los curas! Roban una religión, se apoderan de las palabras de amor de Cristo y se encaraman sobre ellas para alcanzar el trono, junto con los demás poderosos. Y no se contentan con vivir rodeados de lujos y comodidades, ni de agobiar al pueblo con impuestos… ¡Qué va! Están cambiando la imagen y la voluntad de Dios, hacen que de él nazcan el terror y el miedo, y no el amor. Están transformándolo no en el más bueno, sino en el más fuerte, al cual ningún otro dios podrá oponerse nunca. Están convirtiendo el amor de Cristo en un cristianismo del miedo. En lugar de exhortar a las gentes a volver la mirada hacia el cielo, hacen todo lo posible para que lo hagan hacia abajo, hacia el infierno. El pueblo debe vivir en el miedo a Satanás. Dicen que se nace siervo, campesino o noble, o bien sacerdote, abad u obispo. Y ninguno puede mejorar su condición porque es pecado mortal, el más grave: cualquier novedad se considera una culpa monstruosa. ¡La Iglesia la condena! ¡La Iglesia condena cualquier invención!
¿Que el pueblo suda para arrebatar un poco de tierra al bosque? Pues se aplica la noval y se recauda un nuevo diezmo sobre los nuevos terrenos. ¿Que se recolecta miel? Se paga el diezmo. Y nuestro señor abad, ¿qué hace? Viene por san Martín, recoge todo cuando hemos obtenido, ordena las nuevas tareas… y hasta el verano siguiente. Usureros, ricos y ladrones: basta con que hagan testamento en favor de la Iglesia y, apenas muertos, al cielo, directamente, ¡sin ni siquiera pasar por el purgatorio! ¡Venden la vida eterna! Y no bastan todas las hambrunas y las guerras que aquejan a este pobre mundo: también el papa con las cruzadas, con la aprobación de nuestro líder espiritual —el señor Bernard de Claraval—, quien definió la cruzada como una invención exquisita del Señor, gracias a la cual se admiten a su servicio asesinos, violadores, adúlteros, perjuros y delincuentes de toda ralea y de esta manera les ofrece la posibilidad de salvarse.

Retomó el aliento; sentí que se volvía hacia mí:

—Giordano, ¿nunca te he contado cómo empezaron las cruzadas?

Y sin esperar mi respuesta, sabiendo que, si me lo había narrado daba igual, pues tenía que hacerlo de nuevo, continuó:

—En 1096, mientras iban de camino hacia Tierra Santa, los cruzados se ejercitaron en la Lorena asesinando a doscientos judíos y saqueando casas y sinagogas para repartirse después el botín. Se abalanzaron más tarde sobre Maguncia, descubrieron otros setecientos judíos y los estrangularon a todos, del primero al último, mujeres y niños incluidos. Muchas madres, antes de ver cómo sus criaturas serían echadas vivas a las llamas, degollaron a sus hijitos antes de suicidarse. Los no circuncisos, mientras proseguían hacia Tierra Santa, se enorgullecían por haber comenzado la expedición de la manera más justa, ¡matando a los enemigos de Cristo! El 15 de julio, otros cruzados, a cuya cabeza marchaban duques y condes prestigiosos, conquistaron Jerusalén y masacraron a toda la población judía y sarracena. Y esto por no hablar de lo que sucedió hace tres años —gruñó antes de escupir—. ¿Recuerdas que siempre te había contado hacia dónde miraban los cruzados? ¡A Bizancio! ¡El verdadero objetivo de los papas y los cruzados! Y ya lo dije desde el primer momento en que fue elegido: Inocencio III se saldrá con la suya, y así ha sucedido. Ahora comienzan a llegar las primeras noticias: hace unos pocos días he oído cómo el nuevo abad Raniero hablaba con el hermano Anselmo, a quien contaba que Zara, ciudad infestada de herejes bogumiles, finalmente ha sido reconquistada por la católica Venecia y que los cismáticos de Bizancio habían pagado su pecado de haber querido separarse de la Santa Iglesia Romana. De este modo, los griegos aprendían a hacer hostias con pan de levadura y no con ácimo, tal como hacemos nosotros.

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