¡MUERTE A LOS CÁTAROS! (21-25)

Publicado el 12 de diciembre de 2021, 2:51

¿Lo entiendes, Giordano? Bizancio, ciudad cristiana, ha caído ¡bajo los soldados de Cristo! Bajo los esbirros que han tomado la cruz de manos de los legados del papa, quienes aseguraron la eternidad en los Cielos a quienes han incendiado casi toda la ciudad, violando, sea en las calles o en los altares, a monjas y doncellas, pisoteando santas reliquias, saqueando palacios y templos, matando y robando, destruyendo monumentos, obras de arte, bailando y cantando con las prostitutas en las iglesias. Y en medio de todo este infierno, los monjes que seguían a los cruzados, también escondieron bajo sus hábitos oro y reliquias que habían tomado en las iglesias —se detuvo un instante y continuó de inmediato—. ¿Y sabes lo que dijo el abad Rainiero? Que tal vez algunas de aquellas piezas preciosas acabarían en Acque Salvie. Un cáliz de sardónice, esmalte, plata dorada, cristal y perlas. Una maravillosa patena con un Cristo de alabastro y esmalte, cristal de roca y perlas, y por fin, un preciosísimo icono con la crucifixión sobre lapislázuli. Oro, plata dorada, esmalte, cristal… ¡y lapislázuli!

—Pero nosotros también hemos recibido una pequeña parte del botín: aquella caja de manuscritos que he tenido que guardar en la torre procede del saqueo de Bizancio… como regalo del Santo Padre. Si no los hubiesen encerrado en aquel maldito cofre, podríamos pasar un invierno como dos verdaderos clérigos.
—¡Que Aqueronte te proteja toda la eternidad! Siempre ves el lado bueno de las cosas… y no me digas que era una broma porque estoy seguro de que esos manuscritos han hecho que te olvides de toda la sangre inocente que se ha vertido por ellos. ¿Acaso no te dice nada que una ciudad que por sí sola tenía más historia y cultura que todo Occidente y Oriente juntos…? ¿Que esa ciudad, ahora, no sea, más que cenizas?

Sin darme tiempo a replicar, continuó:

—Es necesario tener una visión amplia de la historia como la que tengo yo para comprender tantas cosas. El poder de la Iglesia y los sacerdotes procede de una falsedad: la falsa Donación de Constantino. Se han confabulado para mentir. Escribieron que el emperador dejó Roma, la península itálica y todas las provincias del Imperio… ¡al papa! Y como si no fuese suficiente, el papa Gregorio VII dictó un memorando, el Dictatus Papæ, en el que se dice que la Iglesia Romana nunca ha cometido errores ni los cometerá nunca; que sólo ella puede, si se considera oportuno, establecer nuevas leyes y acoger nuevos pueblos; su nombre, además, es el único en todo el mundo; está en su mano deponer a los emperadores; sus sentencias no deben ser modificadas por nadie… Poco después, en 1099, Pascual II… el primer papa que se ciñó la corona imperial. En 1130, bajo Inocencio II, la curia pontificia estableció que Constantino había concedido también al papa el poder de conferir la corona y la espada al emperador; en la práctica, ¡el pleno derecho de disponer del dominio del mundo! Con estas condiciones, puedes imaginar cuántas esperanzas puede tener ese pobre diablo de Arnaldo de Brescia… Arnaldo el asceta, el hombre que no come ni bebe, el revolucionario, viene a Roma, intenta despertar la conciencia de los romanos y hacer comprender que la Donación de Constantino es falsa. Obliga al que fue abad de Acque Salvie, Bernardo Paganelli, el papa Eugenio III, a dejar Roma. Pero Bernardo de Claraval lo detiene y le entrega las dos espadas: la del poder temporal y la del poder espiritual. Se asegura la supremacía en ambos campos mientras Arnaldo sueña con una Roma libre de papas y emperadores.

Girolamo respiró hondo:

—Y ya vemos cómo el poder se coaliga cuando el pueblo intenta sublevarse. En 1155, Federico Barbaroja ayudó al papa Adriano IV y le entregó Arnaldo. El héroe solitario fue condenado como hereje por el tribunal eclesiástico. Lo ahorcaron, después lo quemaron y sus cenizas fueron arrojadas al Tíber. Pobre Arnaldo: había osado predicar que la curia era una lonja, un refugio de ladrones… y que los clérigos que poseían tierras, los obispos que disfrutaban de feudos y los monjes que disponían de propiedades, serían condenados —lanzó un salivazo y refunfuñó—. Mientras tanto, los escándalos, los atropellos y la opresión de los sacerdotes se fue haciendo más gravosa y por eso apareció la herejía: humillados, valdenses y, sobre todo, cátaros. ¡El espantajo de la Iglesia! El papa Alejandro III, de hecho, los condenó oficialmente en el tercer Concilio de Letrán, en 1169. Una fecha difícil de olvidar, pues por primera vez en la historia se proyecta la idea de desencadenar una cruzada contra los herejes. ¡Una guerra! ¡Un ejército! Su sucesor, Lucio III, pide ayuda al emperador Federico Barbarroja. Tras el encuentro de Verona, en 1184, se establece la primera gran condena religiosa, y a la vez política, de los herejes. El terreno ya está preparado: tan sólo falta un caudillo, un gran político… Y helo aquí: Lotario de Conti, de los Segni, ¡el actual papa Inocencio III! ¡Elegido por la Divina Providencia! — soltó una risotada y dio un puñetazo sobre el jergón—. Piensa que, desde hacía tres años, Lotario adiestraba una paloma… ¡Tres años! Pero el día de la elección… ¿Qué hizo la condenada? Voló sobre una mesa donde había tinta de saúco y quedó completamente negra. Al haberla adiestrado el propio cardenal, no pudo retorcer el cuello a aquella criatura diabólica, por lo que llamó a un pintor que, con la pintura más blanca y resistente, restituyó el candor del animal. Todo fue bien porque, durante la elección, en el templo del Sol, se lanzaron tres pobres palomas, una de las cuales estaba amaestrada y voló de inmediato hasta el hombro de Lotario. ¡Cuán divino prodigio! ¡Milagro! ¡Dios lo ha escogido! La más blanca de las palomas se posó sobre él. ¡El elegido! ¡Que sea investido papa! Pero el pajarraco impertinente, tal vez porque estaba mareado por el olor de la pintura o porque había intuido la naturaleza satánica del nuevo elegido, depositó sobre la cabeza del gran Lotario una portentosa cantidad de excremento. La palomita fue justamente cocinada y tuvo un gran éxito en el banquete, ¡más que como mensajera divina!

Finalmente, Girolamo dejó de graznar. Pensaba que había terminado su lección de historia, pero me equivocaba por completo; sentí cómo se movía y, poco después, se encendió una vela. Trajinaba algo bajo el jergón: alzó el torso, me clavó dos ojos endemoniados, y sacó unas hojas de pergamino que tenía envueltas con un paño de lino. Echó una ojeada a los escritos: parecía su letra. Eran apuntes que de vez en cuando tomaba aunque no le hiciese falta, pues el viejo poseía una mente preclara, reforzada por una memoria excelente. Se pasó una mano callosa sobre sus largos cabellos blancos y después por el rostro arrugado yreseco. En sus ojos, inyectados en sangre, vibraba una mirada cautelosa y desconfiada. Me miró fijamente, murmurando:

—Se trata de algunos fragmentos tomados del Tratado de la miseria del hombre, un libro que el actual papa escribió cuando era cardenal. Escucha con atención. Soy viejo y he vivido demasiado, pero tu vida no acabará en esta sucia barraca. Y por ello es mejor que comiences a conocer a tu jefe… Elque manda sobre todo lo que hay fuera de la cabaña: lo quieras o no, de manera directa o indirecta, tu vida dependerá sólo de ese demonio. Recuerda que, gracias a él, el pecado ya no es una cuestión que afecta a nuestra conciencia cristiana, sino un problema de derecho público: es la ratio peccati. Ya no se considera vicario de Pedro, ¡sino del mismo Cristo! Rápidamente, está sometiendo a todo el mundo. Uno a uno, hace que los reyes y los emperadores se postren a sus pies.

El tono de su voz, la expresión de su rostro, eran muy graves:

—Pero, oye, ¿qué hay de extraño en todo ello? No es el primero ni será el último. Todos los papas lo han demostrado. Éste sólo irá un poco más lejos que los anteriores.
—Presta atención a estas citas: «El hombre está formado de polvo, barro y cenizas y, lo que aún es más miserable, de semen inmundo. Ha sido concebido en el estímulo de la carne, en el ardor de la libido, en el hedor de la lujuria y, peor si cabe, con la mancha del pecado. Nace para la fatiga, el dolor, el miedo y, más triste aún, la muerte. ¿Por qué no habré muerto en el útero de mi madre o, al menos, por qué no expiré al nacer? ¿Por qué no morí en su seno? Así su cuerpo se habría convertido en mi sepulcro y mi concepción en su vagina hubiese sido eterna. ¿Cuál es el primer ropaje del hombre? Oh, miserable, nada más que un repugnante amasijo de carne sanguinolenta. Los vegetales dan flores y frutos, pero tú, hombre, ¿qué produces? Gusanos, esputos, heces. Produces liendres, piojos y lombrices. No das más que esputos, heces y orina. Expandes el hedor de la corrupción. Vuelve al pecado como el perro a su propio vómito, concebido con sangre corrupta en la fetidez libidinosa… a tu cadáver acuden los gusanos en la tumba. Vivo, generaste piojos y lombrices; muerto, tábanos y gusanos».
La voz del anciano se detuvo. Mi mirada estaba fija en la luna que se asomaba por la ventana. De pronto, aspiré un hedor de carne podrida. Un malestar de otra clase se apoderó de mí: jamás habían aflorado a mi mente unos pensamientos como aquéllos. Aquel hombre se estaba apoderando del mundo entero.

—Esconde esas hojas, Girolamo, y apaga la vela. Sabes muy bien que, salvo el permiso para aprender de memoria el Miserere, el Credo y el Pater, se nos ha vedado el uso de libros, así como cualquier forma de estudio o saber. ¿O quizá te gustaría probar el fuego? Viejo, más que de alcanzar un poco de sabiduría, me parece que tienes la vocación de una de estas pobres palomillas que vuelan atraídas por la llama de una vela.

Parecía haberse tranquilizado: comenzó a ordenar las hojas de pergamino y después, con cuidado, las envolvió con el mismo paño para esconderlas bajo el jergón. Después, apagó la luz.

—Giordano…
—Dime.
—Estás cansado y tienes sueño. ¿Quieres dormir? Dímelo y me coso esta bocaza.
—Sí, viejo: estoy cansado y tengo sueño. ¡Pero no quiero dormir! Y no tienes por qué coserte la boca. Gracias a ella me mantengo ligado al mundo en el que vivo.

Un gruñido de satisfacción.

—¿Hasta dónde has llegado con los triángulos? ¿Te decidirás algún día a explicar incluso a mí qué diablos quiere decir eso de que un punto establece la continuidad simple? —Y se rió.
—Ya he terminado el libro, pero jamás podrás entender lo que significa la continuidad, la imposibilidad de poner un límite.
—¿Acaso soy tonto?
—Tu mente se dispersa, viejo; no se concentra. Somos muy distintos. Cuando yo me enfrento a un problema, me aíslo del mundo entero: ni oigo nada, ni siento cansancio, ni la peste, ni frío ni hambre. ¡O tú o yo! Debo hacerlo mío. Descubrir el secreto, apoderarme de él, transformarlo, dominarlo, usarlo. Las leyes de la naturaleza están ahí, escritas para siempre. Somos nosotros quienes no sabemos leerlas. Y quiero interpretar cada una. Pero ¿cómo podría explicarte por qué un ángulo se genera a partir del encuentro de dos figuras continuas en un punto final de su continuidad?

Empleaba un tono sincero, sin ápice de irónica alegría. El anciano calló mientras el fulgor plateado de la luna diluía las tinieblas del interior de la cabaña. Alguna que otra luciérnaga remolona e insomne se acercó al ventanuco. Girolamo gruñó. Sus dientes rechinaron.

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