UNA HISTORIA DE LA GUERRA CIVIL QUE NO VA A GUSTAR A NADIE: CAP. 2. RUIDO DE SABLES (28-43)

Publicado el 11 de diciembre de 2021, 2:37

Capítulo 2

Ruido de sables

 

Allá abajo el campo duerme en el sopor de su ignorancia y de su atraso, pero en las ciudades es un secreto a voces que se está preparando una insurrección militar capitaneada por una Junta de Generales y secundada por los militares derechistas de la Unión Militar Española (UME): «un movimiento militar que evitará la ruina y la desmembración de la patria», crecido a la sombra del líder derechista Gil-Robles.

Consciente del peligro golpista, el presidente de la República, Manuel Azaña, ha alejado de Madrid a los generales más peligrosos: Franco, a Canarias; Goded, a las Baleares; Mola, a Pamplona. Pero esa medida no impide que la conspiración militar crezca como una tela de araña tejida diestramente por Mola.

Mola, el Director, como firma los comunicados que envía a los conspiradores.
Nadie espera la guerra, pero todos aguardan un golpe de Estado del ejército contra el gobierno. Es el tema de conversación favorito en las tertulias de sobremesa, en los cafés y en las reboticas.

En la céntrica calle de Larios de Málaga, Antonio Villa saluda de acera a acera a su amigo y convecino el escritor británico Gerard Brenan:

—¡Buenos días, don Gerardo! — grita para que media calle pueda oírlo —. ¡Buenas noticias! ¡Dentro de dos días Calvo Sotelo será rey de España!

Calvo Sotelo, el más prestigioso y combativo líder derechista del momento. Tiempo después, Gerard Brenan reflexiona: «Desde mediados de junio, todo el mundo, excepto el gobierno, parecía enterado de que los militares planeaban una sublevación».

Los militares africanos están soliviantados con las reformas de la «ley Azaña», que amenazan sus ascensos, sus condecoraciones, sus bandas, sus fajines adornados de borlas cortineras, sus pagas y sus privilegios. Azaña está empeñado en reformar al ejército gendarme, que no sirve para defender al país sino para meter en cintura a los obreros, y que ha ganado sus privilegios en la desastrosa guerra de Marruecos, un matadero que sólo sirvió para enriquecer, aún más, a la oligarquía financiera y para colmar el ardor guerrero del rey y de los militares codiciosos de ascensos.

Azaña pone al ejército patas arriba: los veintiún mil oficiales se reducen a ocho mil; las dieciséis divisiones, a ocho.
La remodelación de Azaña anula muchos ascensos irregularmente otorgados a militares africanistas durante la Dictadura de Primo de Rivera que precedió a la República. Azaña no se atreve a aplicar la reforma con todas sus consecuencias, pero, en cualquier caso, los militares africanistas se sienten ultrajados. El general Franco escapa a la degradación hasta teniente coronel (como habría exigido la aplicación estricta de la ley), pero desciende quince puestos en la escala de los generales de brigada (43 generales en total).

Aliada natural de los militares golpistas es una derecha ultraconservadora formada por monárquicos, terratenientes, oligarquía financiera e industrial y caciques. Y aliada de todos ellos, la Iglesia, que ve amenazados sus seculares privilegios.

Los militares conjurados se reúnen en marzo para decidir quién ostentará el mando supremo. Los idóneos parecen Franco o Goded, pero es evidente que ninguno de los dos aceptará subordinarse al otro. Por otra parte, Franco se muestra bastante tibio y elusivo. El general gallego evita comprometerse francamente. En esta tesitura, los generales designan a Sanjurjo, «el héroe del Rif», un general que fracasó dos años antes en un golpe de Estado y desde entonces vive exiliado en Lisboa.

Los conspiradores cuentan, además, con importantes apoyos civiles provenientes de grupos de extrema derecha: los tradicionalistas, algunos católicos y el joven partido fascista Falange Española, cuyo líder, José Antonio Primo de Rivera, está encarcelado en Alicante por tenencia ilícita de armas.

En abril, Mola envía a los conspiradores la Instrucción Reservada Número Uno: «las circunstancias gravísimas que atraviesa la nación (…) el gobierno prisionero de las organizaciones revolucionarias (…) situación caótica (…) sólo se puede evitar mediante acción violenta». La acción debe ser «en extremo violenta (…) conquistado el poder se instaurará la dictadura militar».

Tres semanas después, Mola envía la Instrucción Reservada Número Dos: la rebelión podría fracasar en Madrid; por lo tanto, será esencial que las divisiones del Norte (Zaragoza, Burgos-Pamplona y Valladolid) envíen refuerzos lo antes posible a la capital de España para socorrer a las guarniciones sublevadas. Las milicias de la trama civil se apoderarán de los pasos de Somosierra y los mantendrán abiertos para que las columnas de auxilio puedan llegar sin contratiempos a Madrid y la ocupen como Mussolini ocupó Roma unos años antes en su célebre marcha.

Cuando falta un mes para el golpe de Estado, las voluntades de los golpistas distan mucho de ser unánimes. Algunos titubean ante la perspectiva de comprometerse en un viaje sin retorno que pondrá en peligro sus carreras y sus vidas. Si el golpe fracasa pueden acabar como Sanjurjo, malviviendo en el exilio o, peor aún, ante un pelotón de fusilamiento. Además, no están seguros de lo que harán con el poder una vez que se lo arrebaten al gobierno. ¿Acaso volver a la monarquía? Tres de los generales golpistas, Mola, Queipo y Goded, son más republicanos que monárquicos. En realidad no piensan acabar con la República sino imponer un gobierno militar provisional que reconduzca al país por la senda conservadora. Pero otros generales golpistas son monárquicos y aspiran a restaurar a Alfonso XIII en el trono.

Por esas fechas, el diputado derechista Calvo Sotelo pregunta a su correligionario Serrano Suñer, cuñado de Franco:

—¿En qué piensa tu cuñado? ¿Qué hace? ¿No se da cuenta de cuáles son las cartas?

Franco, que es (moderadamente) aficionado al naipe, sabe perfectamente cuáles son las cartas. Tanto, que está jugando con dos barajas mientras se aclara el panorama y decide de qué lado quedarse. El 23 de junio le escribe al presidente del Gobierno. Con calculada ambigüedad, el gallego se ofrece para calmar «el grave estado de inquietud» del ejército, que crece día a día debido a malentendidos y desencuentros con el gobierno.

Serrano Suñer, buen conocedor de Franco, le responde a Calvo Sotelo:

—Mi cuñado no hará nada que lo comprometa, estará siempre en la sombra porque es un cuco. Pero el alzamiento seguirá adelante con o sin Franquito.

 

Domingo, 5 de julio
Retama, Marruecos

 

Maniobras del ejército de África en el Llano Amarillo. En el banquete de clausura, algunos oficiales achispados van de mesa en mesa proclamando en voz alta: «¡Café! ¡Café!». Las autoridades republicanas presentes no saben cómo interpretar las sonrisas cómplices que la palabra provoca en los militares. Para los conspiradores que están en el ajo, Café encierra las iniciales de Camaradas Arriba Falange Española.

En las salas de banderas de los cuarteles se propalan rumores. La sublevación es inminente: Navarra se rebelará el 12 de julio y África el 14. Finalmente, la sublevación se aplaza al día 17 a las cero horas.

Unos días antes uno de los conjurados, el general Kindelán, le preguntó a Franco si estaba dispuesto a participar en el alzamiento y sólo recibió una respuesta ambigua, sí pero no. No obstante, Mola está convencido de que Franco se sumará a última hora, cuando compruebe que la cosa va en serio y no se queda en la patochada de Sanjurjo, dos años atrás. Hay que proporcionarle los medios para que se traslade rápidamente de las Canarias a Tetuán, donde deberá capitanear el ejército de África. El marqués de Luca de Tena, conspicuo derechista y dueño del diario ABC, telefonea a Luis Bolín, su corresponsal en Londres, y le encomienda que se procure un avión. Bolín, tras consultar el caso con el ingeniero aeronáutico De la Cierva, alquila un Dragón Rapide aparentemente para un viaje de placer por Casablanca, Canarias y Marruecos. Financia la operación el multimillonario Juan March, que desde hace tiempo sufraga a los golpistas desde su exilio de Biarritz. Alguien había profetizado: «O la República acaba con March, o March acabará con la República».

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