UNA HISTORIA DE LA GUERRA CIVIL QUE NO VA A GUSTAR A NADIE: CAP. 3. LA HORA DE LAS PISTOLAS (44-56)

Publicado el 12 de diciembre de 2021, 3:20

Capítulo 3

La hora de las pistolas

 

 

Domingo, 12 de julio

 

El Dragón Rapide aterriza en el aeródromo militar de Espinho, Lisboa. Bolín se entrevista con José Sanjurjo, el general que capitaneará la sublevación. El militar ha madurado un programa político con el que piensa regenerar la patria: «Desaparición de los partidos políticos, barrer de las esferas nacionales todo tinglado liberal y destruir su sistema».

El avión despega para su último vuelo del día.

El general Alfredo Kindelán recibe la respuesta de Franco a su último telegrama en el que lo instaba, una vez más, a comprometerse con el alzamiento: «Geografía poco extensa», dice el texto. O sea, que el Franquito sigue dando largas y no se compromete con la rebelión. Hay que comunicárselo al Director. Kindelán le entrega el telegrama a Elena Medina, joven enlace de los conspiradores. Ella se lo cose en el forro del cinturón y parte para Pamplona.

Mientras el Dragón Rapide aterriza en el aeródromo de Casablanca anochece en Madrid. Los madrileños se reúnen en las terrazas de los puestos de agua de cebada a charlar y tomar el fresco. En la calle de Augusto Figueroa, el teniente de la Guardia de Asalto José Castillo se despide de su mujer, Consuelo Morales, y sale de su domicilio para dirigirse al cuartel de Pontejos, junto a la Puerta del Sol, donde instruye a las jóvenes milicias socialistas. Cuando Castillo alcanza la esquina de la calle de Fuencarral alguien dice a su espalda: «¡Ése es…!». El pistolero falangista Alfonso Gómez Cobián dispara sobre el teniente su pistola ametralladora. Herido de muerte, Castillo se agarra al transeúnte Fernando Cruz y lo arrastra en su caída. Mientras Cruz busca a tientas las gafas que ha perdido escucha murmurar a Castillo: «¡Mi mujer! ¡Llevadme con mi mujer!». En un taxi trasladan a Castillo al equipo quirúrgico de la calle de la Ternera, donde certifican su muerte. Una de las balas se le ha alojado en el corazón.

La capilla ardiente del teniente se instala en la Dirección General de Seguridad. Al pie del féretro, la joven viuda llora desconsoladamente. No hacía ni dos meses que se habían casado.

A escasos metros, en el cuarto de banderas del cuartel de Pontejos, algunos compañeros y correligionarios del finado se conjuran para asesinar a algún significado derechista esa misma noche. A las órdenes de Fernando Condés, capitán de la Guardia Civil que viste de paisano, sacan del garaje la camioneta número 17. El guardia Orencio Bayo la conduce a través de las calles animadas de paseantes.

La víctima designada es el líder monárquico Goicoechea, pero no lo encuentran en su casa. Entonces se dirigen al domicilio del líder derechista Gil-Robles. También está ausente.

Cuando transitan por la calle de Velázquez, uno de los guardias recuerda que allí cerca vive Calvo Sotelo. Aparcan la camioneta junto a la acera, en el número 89. En el portal, una pareja de policías monta guardia.
En el cuarto piso viven Calvo Sotelo, su mujer, Enriqueta Grondona, sus hijos, dos chicos y dos chicas de edades comprendidas entre los nueve y los catorce años, la institutriz francesa Renée Pelus, la cocinera, la doncella y un mandadero. Después de escuchar la retransmisión radiofónica de La Boheme, Calvo Sotelo y su esposa se han retirado a su alcoba.

El capitán Condés se identifica ante los guardias del portal.

—Sin novedad en el servicio, mi capitán —saluda el guardia más viejo.

Condés y sus acompañantes, los guardias José del Rey, Victoriano Cuenca y otros dos de uniforme, suben al piso del político. Condés pulsa el timbre. La doncella abre la puerta.

—¿El diputado Calvo Sotelo?
—El señor está durmiendo.
—Pues despiértele. Venimos a hacer un registro de parte de la Dirección General de Seguridad.

Las criadas lo despiertan. Calvo Sotelo se pone un batín negro sobre el
pijama y sale al recibidor.

El capitán Condés le muestra el carnet que lo acredita como capitán de
la Guardia Civil.

—¿Un registro a estas horas? —se extraña el político—. En fin, permítanme que prevenga a mi mujer para que no se alarme.

Calvo Sotelo se asoma al balcón del comedor y pregunta a los guardias de la calle si realmente es la policía la que está a su puerta. Los guardias se lo confirman. Ve, además, la camioneta de la Guardia de Asalto.

Los guardias registran someramente el piso.

—Tiene que acompañarnos a la Dirección General de Seguridad —le advierte Condés.

—Eso ya no —se resiste Calvo Sotelo—. Ningún ciudadano puede ser detenido sin una orden de la autoridad competente; pero yo, además, gozo de inmunidad parlamentaria como diputado. Para detenerme es necesario que un juez pida un suplicatorio a las Cortes y que éstas lo concedan.

Calvo Sotelo intenta utilizar el teléfono, pero un guardia arranca el cable de un tirón.

Se terminaron las contemplaciones. Calvo Sotelo comprende. Se deja conducir al dormitorio y se pone ropa de calle. A todo trance quiere alejar a aquella gente de su familia.

Escoltado por los guardias, el diputado sale a la calle. Antes de subir a la camioneta dice adiós con la mano a su esposa, que presencia la escena desde un balcón. Después se sienta donde le indican, en el tercer banco del vehículo, entre dos guardias.

Condés se acomoda junto al conductor y le ordena:

—¡A la Dirección General de Seguridad!

En el cruce de la calle de Ayala, el pistolero Victoriano Cuenca, que se ha
situado detrás de Calvo Sotelo, empuña su pistola Astra del 9 largo y le descerraja un tiro en la nuca. Cae Calvo Sotelo hacia la derecha. El pistolero se inclina sobre él y le dispara una segunda bala.

 —¿Eso ha sido un tiro? —inquiere el conductor.

Los otros guardan silencio.

—Ahora, al cementerio del Este — ordena Condés.

En el camposanto, los asesinos entregan el cadáver a dos vigilantes del cementerio.

—Lo hemos encontrado en la calle.

Mientras tanto, la familia del secuestrado está telefoneando a amigos y correligionarios para denunciar la detención del líder. En la Dirección General de Seguridad niegan haber enviado a un piquete de guardias para detenerlo.
Pasan todavía unas horas antes de que se esclarezca lo ocurrido. Finalmente se divulga la noticia: han asesinado a Calvo Sotelo.

—Este atentado significa la guerra— comenta desolado Martínez Barrio. Sigue un largo y tenso día de conciliábulos y reuniones. El general Mola envía mensajes cifrados fijando el alzamiento para el día 17 en Marruecos y el 18 y el 19 en la Península.

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