LOS CABALLEROS DE LA MUERTE: 5. Regreso a la falda de la montaña (171-184)

Publicado el 11 de diciembre de 2021, 11:34

—No se asuste —exclama la Flaca—. A esa basura que tiene colgada por la pared, el cornudo de mi marido, un día, le prendo fuego. Él ya sabía a lo que se arriesgaba cuando se casó conmigo —enciende de nuevo un pitillo y continua hablando—. Como el gochu de Franco le puso un estanco al ser excombatiente, cree que las demás también tenemos que lamerle el culo.

—¿Su marido fue excombatiente? —preguntas, es posible que sea una fuente de información muy válida.
—Sí, se fue con dieciocho años a esa mierda de la División Azul. Cuando regresó lo hizo con una mano delante y otra detrás, y Franco le recompensó con una licencia para un estanco. Me amontoné con él cuando murió su mujer. Yo estaba cansada de pasar hambre. Ya sabe, las putas, cuando llegamos a cierta edad —continua hablando con todo el desparpajo del mundo y sin ninguna inhibición—, lo que debemos hacer es encontrar a alguno que cargue con nosotras.

Lo mejor es despedirse y dejar la conversación con ella para otro momento. Es la hora de comer y la sidrería Adela es un buen lugar. Regresas de nuevo. El guaje cabezón está pasando una bayeta por encima de las mesas. Te diriges a él.

—Al final he decidido comer aquí.
—Ah, pues siéntese en esta mesa. Ahora se la preparo —y se aleja hacia la cocina.

No han transcurrido ni diez segundos y regresa con un mantel de cuadros y con los cubiertos en una cesta de mimbre que contiene el pan.

—¿Sidra o vino? —pregunta, mientras extiende el mantel.

—Sidra —respondes, y el guaje se aleja de nuevo. Cuando vuelve, lo hace con dos platos y una botella. Menos mal que no tiene cuatro manos, piensas, porque sería capaz de atender a toda la sidrería él sólo.
—De primero no hay más que pote asturiano —afirma.
—Pues pote.

En el tercer viaje ya trae la comida, en un cuenco, y un vaso para la sidra. Te escancia un culín.

—Pepín, como no crezcas, en vez de escanciar sidra, te dedicarás a marearla— grita otro gracioso desde la barra, haciendo mención a la escasa longitud de sus brazos.
—Babayu —responde de nuevo el guaje, introduciéndose en la cocina.

De improviso, ves llegar a Pepín con otro plato y sentarse a tu mesa. Coloca su servilleta a la derecha y el vaso a la izquierda, comenzando a servirse algo de pote de la cazuela.

—Si no le importa, le acompaño —dice, después de haberse sentado—. Es que me da no se qué comer solo —y comienza a comerse el potaje.
—¿Trabajas aquí? —le preguntas.
—No, soy el dueño —responde rotundo.
—Pero ¿cuántos años tienes? —sigues preguntando, entre el desconcierto y la incredulidad.
—Dieciocho —asegura, con la boca llena—. Esta sidrería es de mis padres, pero cuando se mueran la voy a heredar yo —remata, a modo de explicación.
—¿No tienes más hermanos?
—Sí, una hermana. Pero ella dice que no quiere saber nada de la sidrería, que lo suyo es terminar la carrera de maestra e ir a un pueblo a dar clase —gira la cabeza, y da órdenes al camarero—: Puedes ponerte a comer, ahora cierro la puerta —te mira, como
intentando ofrecerte una explicación—. Es que es la hora de cerrar y de comer los camareros. Hasta las siete no volvemos a abrir.
—¿No estudias? —quieres ganarte su confianza, necesitas mucha información.
—Voy a clase, pero sólo para que mi madre no se enfade. Lo mío es llevar la sidrería.
—Tal vez deberías hacer caso a tu madre y estudiar. Ya tendrás tiempo de atender el negocio.
—No, debo estar vigilando este negocio, será mi futuro, como dice mi
padre —sigue hablando con la boca llena.
—¿Nunca has pensado en ser otra cosa? ¿Bombero, policía, médico, como otros chicos de tu edad?
—No. Siempre he querido ser chigrero. Y hacer dinero.
—Ya —sonríes—, lo que a ti te gusta es hacer dinero.
—¿Hay otra cosa más importante? —responde con una pregunta el mocoso.
—No lo sé. Yo creo que sí, pero es sólo mi opinión.
—Pues yo creo que no —responde Pepín—. Con dinero se puede todo. Si eres bajo, dicen que eres alto. Si eres feo, dicen que eres guapo. Si eres tonto, dicen que eres listo. Tener dinero es lo principal en este mundo —y sigue comiendo pote.
—¿Siempre habéis tenido esta sidrería? —esperas impaciente la respuesta.
—Siempre, mi abuelo fue el que la construyó. ¿No vio usted en la fachada el letrero que dice: «Casa fundada en 1920»? —¡qué ironía! El rapaz cabezón es tu sobrino.
—Pepín —grita uno desde la barra—, vas a ser el más rico del cementerio.
—Babayu —responde con la boca llena.

Curioso —piensas—, este chaval ha asumido que lo suyo es preservar la propiedad y hacerse rico, el mismo pensamiento de su abuelo. Hasta crees que se ha sentado contigo para ahorrarse colocar otra mesa, otro mantel, y así poder beber de tu sidra sin tener que gastar en otra botella para él.

—Al café le invito yo —dice al final de la comida. Tal vez te has equivocado y sus gestos no sean sólo para economizar o para incrementar sus beneficios, pero sus palabras posteriores muestran tu equivocación—. Así, está obligado a volver.

Te hace gracia el guaje cabezón, ha nacido con la idea de que el dinero mueve el mundo. Y a lo mejor tiene razón. Tres muchachos de su misma edad se dirigen a él provenientes de una mesa en la que descansan seis botellas vacías de sidra. Uno lleva en su brazo el periódico Mundo Obrero; otro, El Socialista; y el tercero, Combate.

—Pepín —dice el del Combate—, ya te pagaremos las sidras mañana. Es que hoy andamos sin dinero.
—A mí no me jodáis —les recrimina
—. Andáis todo el día que si la revolución por aquí, que si la revolución por allá. Espero que no estéis pensando en que os la financie yo —el negocio es el negocio y la revolución es la revolución.
—Les convido yo, si me lo permiten—dices, ante el agradecimiento de los tres, pero sobre todo de Pepín, que creía que no iba a cobrar las seis botellas hasta que el mundo cambiara de base.

Los muchachos y sus periódicos han golpeado el recuerdo. El Guerrillero se llamaba la prensa que editaban los maquis en León, en el ático de aquel bar en Fabero, con una vieja multicopista. La Voz del Combatiente era la vuestra. Ninguna de las dos ediciones superó jamás los 300 ejemplares, pero poco importaba lo que escribierais y quien os leyera, cuando en realidad todos flotabais amarrados a un madero en medio del océano —piensas.

Tomas despacio el café, abstrayendo tu mente de lo que te rodea. No debes consentir que lo concreto y cotidiano enmascaren el rumbo. Siguiente paso: ir en busca del pasado.

Añadir comentario

Comentarios

Todavía no hay comentarios