Esta salsa española de fama internacional fue, durante siglos, imprescindible en las mesas más exigentes. Era una especie de pasta de anchoas, de consistencia casi líquida, que se elaboraba fermentando al sol, en grandes recipientes, hocicos, paladares, intestinos y gargantas de una serie de peces grandes: atún, murena, escombro y esturión (un pez que, por cierto, abundó en el Guadalquivir hasta el siglo pasado). El garum combinaba con todo y se añadía generosamente a platos de carne, pescado o de verdura, e incluso a la fruta, al vino o al agua. A la gente le gustaban los sabores contundentes, lo picante, lo agridulce. De hecho, la miel y las pasas aderezaban muchos platos de carne. Podemos imaginar que para el gusto moderno, el garum resultaría nauseabundo. El aliento de los que lo consumían apestaba. «Si recibes una tufarada de aliento pestilente —escribe el poeta Marcial—, ecce, garum est.»
Había muchas calidades de garum. El mejor, comparable al caviar iraní, era el llamado sociorum, que llegó a costar 180 piezas de plata el litro. El garum sobrevivió a la caída del Imperio romano, pero fue posteriormente desplazado por la pimienta, que todavía se mantiene como la reina de la cocina occidental, si bien amenazada por el ketchup y otras salsas espurias que Dios confunda.
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