Capítulo 4 Alea jacta est (57-70)

Publicado el 13 de diciembre de 2021, 3:05

 

Martes, 14 de julio

 

El general Franco asiste a su clase de inglés, como todos los días, pero esta vez la profesora lo nota «diez años más viejo. Me pareció otro hombre. Era evidente que no había dormido en toda la noche».
En Madrid hace calor y no corre una brizna de aire que refresque el ambiente. A media mañana entierran al teniente Castillo en el cementerio civil. Decenas de camaradas rodean el féretro puño en alto, en medio de un impresionante silencio roto solamente por los lamentos de la viuda. Por la tarde entierran a Calvo Sotelo en el cementerio católico, al otro lado de la tapia, entre gritos indignados de sus correligionarios, que abuchean a los parlamentarios presentes.
Dos Españas separadas por una tapia.


Miércoles, 15 de julio

 

En las Cortes se celebra un tenso debate parlamentario. «Los portavoces de las derechas declaran la guerra a las izquierdas» (R. de la Cierva).
Antes de que acabe esa guerra, setenta parlamentarios de distinto signo habrán muerto frente a los pelotones de fusilamiento.
El diputado socialista Indalecio Prieto interroga al capitán Condés sobre su participación en el asesinato de Calvo Sotelo. Condés la admite, «abrumado por la vergüenza, la desesperación y el deshonor», y se confiesa al borde del suicidio. Prieto le aconseja que reserve su vida para ofrecerla en la guerra civil que se avecina. Un mes más tarde, Condés moriría defendiendo los pasos de Somosierra en compañía de Victoriano Cuenca, el pistolero que disparó contra Calvo Sotelo.

 

Jueves, 16 de julio

 

Santa Cruz de Tenerife. Diez de la mañana

 

El comandante Hugh Pollard, el amigo de Bolín llegado en el Dragón Rapide, visita al doctor Luis Gabarda en la clínica Costa.
—Galicia saluda a Francia —le dice.

Es la consigna que indica que el avión de Franco ha llegado.
A la misma hora, el general Amadeo Balmes, comandante militar de Gran Canaria, muere de un balazo en el estómago al cargar su pistola durante un ejercicio de tiro. Ésa es la explicación oficial. ¿Se ha suicidado? ¿Lo han suicidado los golpistas porque se resistía a rebelarse? «Hoy es virtualmente imposible afirmar si su muerte fue un accidente, un suicidio o un asesinato» (Paul Preston).
Anochece. El Tercer Tabor (batallón) del Quinto Grupo de Regulares de Alhucemas camina silenciosamente por el desierto. Pernoctarán en la alcazaba de Snada y en cuanto claree el día marcharán sobre Melilla y ocuparán la estación telegráfica y telefónica de Villa Sanjurjo. Es el primer acto de guerra.
Mola medita en un despacho del Gobierno Militar de Pamplona adornado con tallas, que representan antiguos soldados de los tercios de Flandes, con barba y morrión. La sublevación está en marcha. El alzamiento es ya irreversible.


Alea jacta est.

 

Sin embargo, las noticias procedentes de las guarniciones de Madrid y Barcelona son descorazonadoras. Se confirma su sospecha: el alzamiento fracasará en las dos ciudades más importantes del país.

 

Viernes, 17 de julio

 

Mola madruga. Confirma el alzamiento mediante telegramas cifrados a Franco, a Sanjurjo y al teniente coronel Seguí, su enlace en Melilla.
La asistencia a los funerales y entierro del general Amadeo Balmes suministra a Francisco Franco un pretexto excelente para trasladarse de
Santa Cruz de Tenerife a Las Palmas, donde lo aguarda el Dragón Rapide en el aeropuerto de Gando.
La noche anterior Franco ha enviado a su familia a Las Palmas a bordo del barco correo Viera y Clavijo. Integran la expedición doña Carmen, su hija; el primo y ayudante de Franco, teniente coronel Franco Salgado-Araujo; el comandante Martínez Fuset, y cinco escoltas.
Después del entierro del general Balmes, música y crespones negros, féretro cubierto con la bandera que juró servir, Franco invierte la tarde en pasear con su esposa, doña Carmen Polo. Mientras tanto, en Melilla, los sublevados arrestan al delegado gubernativo y destituyen a los jefes leales al gobierno. Unidades rebeldes ocupan Capitanía y el resto de los edificios oficiales. Cuadrillas falangistas detienen a dirigentes del Frente Popular.

 

Madrid

 

A las seis y media de la tarde, el coronel Hernández Saravia penetra en el despacho del secretario del presidente de la República, Santos Martínez Saura, en el palacio de Oriente.
—¡Santos, los militares se han sublevado en Melilla! ¡Hay que comunicárselo al presidente!
Manuel Azaña está en la quinta de El Pardo, su palacete de veraneo en la Casa de Campo. De pronto, al secretario lo asalta la sospecha de que puedan secuestrarlo allí. Hace días, unos cuantos militares sospechosos estuvieron comprobando una hipotética avería de la radio. Quizá espiaban el funcionamiento de los servicios de seguridad en el entorno presidencial. Azaña comprende que debe trasladarse cuanto antes a Madrid. La quinta ha dejado de ser un lugar seguro para él y para su familia. Recogen a su esposa, doña Dolores, que visitaba a unos sobrinos en el Paular de Guadarrama.
Atropelladamente, la familia del presidente y el servicio se trasladan a Madrid, al Palacio Real o de Oriente, que ahora se llama Palacio Nacional.
Dos horas después, en el palacio, bajo los techos decorados con pinturas venecianas de Giambattista Tiepolo, el presidente Azaña se reúne con el jefe de Gobierno, Casares Quiroga, y con los líderes de los partidos políticos fieles a la República, Prieto, Largo Caballero, Martínez Barrio y otros.
—¡Te advertí del cuartelazo! — espeta Azaña a Casares—. ¡Ya lo tenemos!
Casares Quiroga calla. Quizá recuerde ahora la salida que tuvo con unos periodistas que, ya de noche, le preguntaban sobre las posibilidades de un golpe de Estado:
—¡Ustedes me aseguran que se van a levantar los militares! Muy bien, señores, que se levanten. Yo, en cambio, me voy a acostar.
El pobre Casares Quiroga no sabe qué decir. Le viene ancho aquello al personaje «torpe y a veces ciego por su timidez» [3] .
En el Campo del Moro se detienen unos autobuses municipales de los que desciende un destacamento de la Guardia Civil enviado para proteger al presidente. Cunde el nerviosismo entre algunos colaboradores de Azaña. Hay motivos para sospechar que el oficial al mando, el capitán Bermúdez de Castro, esté comprometido con la insurrección.
El gobierno discute la situación sin llegar a ningún acuerdo. Las tropas de Madrid quedan acuarteladas, en tensa espera.

La noche del 17 de julio de 1936 Juan Castro, de veintiún años, labrador, duerme al raso en una era del cortijo «Macarena», a veinte kilómetros de Jaén. A eso de las tres de la madrugada se despierta, abre los ojos y ve el espectáculo increíblemente hermoso de una lluvia de estrellas. Piensa en despertar a sus hermanos que duermen al lado, pero cuando se dispone a hacerlo las estrellas se sosiegan. Les echa un pienso a los mulos y se vuelve a dormir.
Muchos años después, ya anciano, pensará que aquella lluvia de estrellas fue premonitoria.

 

[3] Pierre Vilar, La guerra civil española, Crítica, Barcelona, 2000, p. 47.

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