La ventana era un gran rectángulo abierto al cielo estrellado de Palestina. La sombra blanca de Claudia pasaba una y otra vez, recorriendo infinitas veces la terraza en su huida sin fin de la pesadilla que no podía dejar atrás, porque vivía con ella. El prefecto la observaba caminar, adivinaba en la claridad los rasgos que tan bien conocía desde hacía tiempo, volvía a ver a la niña de los cabellos negros que le había sido prometida, la muchacha que había levantado en brazos el día de la boda para cruzar el umbral de su casa sin que sus pies lo tocasen. El día anterior, Claudia había consagrado a la diosa Fortuna la toga praetexta, y en el día de la boda había vestido una túnica blanca ceñida a los costados con un cíngulo de lana. Le habían dividido el cabello en seis trenzas con una punta de lanza, adornándoselo con flores de color rojo vivo. Después del banquete de bodas, el cortejo de los parientes y amigos la había acompañado cantando el himeneo desde su casa hasta la de él, y ella había envuelto la puerta con vendas de lana. Él se asomó y preguntó: «¿Quién hay?», y ella, sonriendo, respondió: «Allí donde tú estés, estaré yo». Solo entonces la tomó entre sus brazos.
¿Qué había pasado después?, se preguntaba Pilatos siguiendo con la mirada aquella sombra clara. ¿Era de veras él ese hombre que yacía sobre las sábanas empapadas de sudor? ¿Era él quien por todos los confines del Imperio había aprendido el arte de gobernar, hecho de violencia y de muerte, mientras Claudia, fiel a su promesa, le seguía, le observaba, y sin dejar de amarle aprendía a odiarle? Se apoyó en la frente la mano vendada con lino y cerró los ojos, pero la visión continuó pasando por delante de los párpados cerrados: adelante, atrás, sin fin. Podía dejarla, pensaba el prefecto, podía repudiarla, mandarla de vuelta a Roma. Pero sabía que era la única violencia que no habría sido capaz de cometer.
Se levantó, y también él salió a la terraza, tendió los brazos al fantasma que era su mujer y ella se refugió en ellos tranquilamente durante un instante, pero acto seguido alzó el rostro y pareció no reconocer el del marido. Entonces se apartó de él y reanudó el eterno andar sin objeto ni esperanza, hasta que, postrada, se tumbó en el suelo y se durmió. Era casi el amanecer.
El prefecto había permanecido todo el rato mirándola, sentado en el frío mármol con la espalda contra la pared y las rodillas replegadas, los brazos enlazados apoyados sobre las rodillas y la barbilla sobre ellas. Por absurdo que fuera, había de admitir que aquellas horas de la noche perdidas en la contemplación de un fantasma eran lo mejor de la jornada, porque la serena desesperación que le colmaba traía por fin un bálsamo a la inquietud que durante el resto del tiempo hacía de carga vital, y le empujaba hacia la meta de un poder cada vez menos significativo. El mundo nocturno estaba lleno del rumor de la resaca y de grititos animales, del roce del pie inquieto del legionario de guardia, pero en el corazón del prefecto se hacía finalmente el vacío y el silencio era absoluto, y aquello podía ser tomado por paz. Cuando de las colinas de Galilea llegó la luz, y comenzó a transformar en azul el plomo del mar, Pilatos se puso en pie, volvió a tomar a su mujer entre los brazos y la llevó al lecho.
Después amaneció un día como todos los demás, pero con un elemento nuevo que introducir en la cadencia habitual: Jesús el Nazareo. La verdad era que, tal como le había confesado Caifás, le llamaban también Jesús el Galileo, y Pilatos había reaccionado a aquella palabra con un gesto violento: la revuelta del otro Galileo estaba lejana en el tiempo, pero él podía ver próximas las consecuencias: existían todavía muchos seguidores de Judas, mandados por los hijos de este, y las molestias que creaban al Imperio eran innumerables, totalmente desproporcionadas a su número e importancia. Peor aún: también era llamado Jesús de Gamala, había añadido el sumo sacerdote, y esta vez el prefecto no había podido reprimir un sobresalto. Pero ¡cómo! ¡Del lugar mismo, del corazón mismo de la revuelta, del mismo foco de insurrectos! ¿Estaba loco, Caifás?
—¿Estás loco, Caifás? —había exclamado el prefecto de Judea.
Pero el sacerdote, seguro de sí, había meneado la cabeza: no, no estaba loco, había pensado bien en ello, y también su suegro Anás, ya gran sacerdote y todavía el verdadero jefe de los saduceos, la mente del partido, estaba de acuerdo. Por otra parte, había añadido Caifás, había que encontrar un remedio a la tensión creciente, y no era culpa suya si el prefecto la exacerbaba agravando los problemas económicos de la gente con los tributos y las jornadas de trabajo no retribuido en los terrenos públicos.
Pilatos se había encogido de hombros:
—Roma tiene necesidad de dinero para sus guerras.
—También algún que otro romano— había hecho notar el otro, y el prefecto hubiera querido responderle amenazando con emplear mano dura, más dura aún, pero sabía que los tiempos podían cambiar en breve, que la suerte de Sejano podía precipitarse, y que si llegaban noticias a Roma o a Capri de altercados en Palestina serían un contratiempo para él. De modo que se había limitado a responder:
—Pero me parece que también tú, Caifás, te llevas tu parte, y que tus amigos tampoco dejan de hacerlo, a juzgar por las ventas de animales para los sacrificios en el Templo cuyo monopolio tenéis.
El otro se limitó a asentir, con un simple cabeceo:
—Es por eso, prefecto, por lo que te hago una propuesta.
Salió del dormitorio, y fue a zambullirse en la gran piscina en que la pasión constructora de Herodes el Grande, imbuida de cultura helenística, había transformado una pileta para las abluciones rituales. Dos de los legionarios que seguían a Pilatos desde sus cargos en Germania y luego en Hispania, los únicos de los que se fiaba, observaban silenciosos. Detrás de ellos se erguía Marco, un imponente centurión que les sacaba una cabeza a los demás soldados, lo que hacía aún más visible el destrozo de su nariz. Se la habían roto los germanos con un golpe de maza en la batalla de Idistaviso, en el valle de las Vírgenes, cuando su manípulo de infantería se había visto atrapado en una encerrona: para dar buena cuenta de aquel gigante, los enemigos le habían aferrado de cuello, brazos y piernas, pero entonces se abrió paso un escuadrón de jinetes mandados por Pilatos y le liberó. Desde aquel día, Marco había sido el inseparable e insuperable guardia personal del prefecto, dispuesto a obedecerle en todo sin preguntarse si era un acto justo o una fechoría.
El médico griego, gordo y de rostro risueño, estaba ya sentado al borde de la piscina y esperaba a Pilatos para curarle las manos, y mientras el prefecto seguía nadando con la cabeza sumergida, admirando las figuras mitológicas de los mosaicos del fondo (Herodes no había sido muy estricto, en materia de observancia religiosa, y en sus palacios las figuras humanas abundaban), llegó un hombre de apenas cuarenta años y de baja estatura que los soldados debían de conocer bien, porque le dejaron acercarse sin ninguna formalidad.
Se sentó al lado del médico y los dos comenzaron a hablar en un griego rico y vivaz, sin el pesado deje que casi siempre los habitantes de Palestina, habituados al arameo, ponían en el idioma de Homero, convertido en la lengua franca desde Siria hasta Egipto. Los dos comentaban con placer las noticias más frescas del Imperio y los más recientes descubrimientos de la medicina. El último llegado había conseguido finalmente obtener una copia de la Vida de Augusto escrita unos quince años antes por Nicolás de Damasco, biografía que juzgaba muy fiable porque el autor, explicaba, pese a ser judío, había sido íntimo del emperador. ¿Cómo era posible? Los azares de la vida. Augusto, muy frugal, solo comía pescaditos fritos, pan y fruta fresca, y de esta le gustaban sobre todo los dátiles de Siria de los que, quién sabe cómo, el historiador se había convertido en su suministrador.
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