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Publicado el 14 de diciembre de 2021, 1:46

El médico sostenía que, a pesar de que gran parte de sus colegas más célebres se había trasladado a Roma, la escuela de Alejandría seguía siendo la mejor: herencia del período glorioso en el que Tolomeo I había extendido a los médicos griegos la facultad de seccionar los cadáveres con que ya contaban los sacerdotes egipcios. Gracias a esto se había llegado, entre otras cosas, a distinguir los nervios de los tendones y a comprender cómo circula la sangre.

Ambos deploraban la baja calidad de las compañías teatrales que llegaban de vez en cuando a Cesarea para representar de modo infame cualquier tragedia antigua, o cualquier infame comedia moderna, en el teatro que Herodes había hecho construir en la misma playa. Rieron juntos citando algunos epigramas recién llegados de Atenas, en los que se aludía a las pasiones seniles de Tiberio por los manjares más refinados y por las muchachas más vulgares.

—Es motivo suficiente para hacerte crucificar —dijo el prefecto saliendo del agua, pero los dos rieron de nuevo.

—No te privarás por tan poco de mis cuidados —dijo el médico comenzando a observar las manos de Pilatos— y perdonarás la vida por afecto a mí a este compatriota mío, a quien, por cierto, no conozco y no sé en qué puede serte útil.

—Esta es precisamente mi manera de resultar útil —dijo el otro sonriendo, y al discípulo de Hipócrates le bastó con una pizca de su sutileza griega para comprender, callar y darse prisa—. Aquí las tienes —dijo al cabo de unos pocos minutos— limpias y vendadas, listas para ejercer el poder. Sigue haciendo las abluciones con los bálsamos que te he dado, evita el agua del mar y sobre todo no pienses en los judíos: son ellos los que te provocan el picor.

Se fue contento de su ocurrencia, y el prefecto invitó al otro a la mesa del almuerzo que entretanto había sido preparado: pan con miel, leche, aceitunas, dátiles y cidras. El hombrecillo comía con apetito, mientras que Pilatos se detenía a cada bocado y aprovechaba para hacer preguntas a las que el huésped respondía con la boca llena.

—¿Por qué has venido, Afranio? — preguntó el prefecto.
—Porque sabía que me llamarías.
—¿Y cómo lo sabías, demonio?
—Porque me han dicho que el gran sacerdote ha venido a hacerte una visita.

Pilatos se cansó del juego.

—Desembucha, condenado griego —dijo, pero su voz delataba un cansancio que desmentía la violencia de las palabras.

Afranio, que se jactaba de no asombrarse nunca por motivo alguno, esta vez dirigió al prefecto una mirada de curiosidad, luego dejó sobre la mesa el pan con miel que se estaba comiendo, se lavó las manos en la jofaina de agua tibia con pétalos de flores y se las secó frotándoselas en la túnica.

—De acuerdo —dijo—, desembucho. Hace ocho días comenzó la fiesta de las Tiendas, una de las tres celebraciones que exigen a los hombres judíos la peregrinación a Jerusalén.

Pilatos resopló, impaciente.

—No estoy tan ayuno de las costumbres judías —dijo—, olvidas que llevo tres larguísimos años aquí.

—No lo olvido, pero a menudo uno tiene la impresión —respondió el pequeño griego audazmente, evidentemente convencido de su impunidad— de que sabes poco de las cosas judías y en cualquier caso no te importan nada. La fiesta de las Tiendas, te decía. Para dar gracias a Yahvé por la cosecha de fruta y de uva los hijos de Israel cogen los mejores frutos, hojas de palma y follaje de sauces llorones, y por espacio de siete días, el tiempo que dura la fiesta, los ponen sobre los altares. El primer día llevan las palmas en procesión en torno al altar mientras cantan uno de sus salmos: «Oh Yahvé, danos la salvación, oh, Señor, danos la victoria».

El prefecto sintió que las manos comenzaban a picarle dentro de las vendas de lino, y se las apretó debajo de las axilas en un gesto que se estaba convirtiendo en habitual. Afranio ignoró el detalle y continuó:

—Como bien sabes, durante esas fiestas Jerusalén se llena de gente: el Templo está abarrotadísimo y los vendedores de accesorios para los sacrificios hacen un negocio redondo, aunque el porcentaje mayor es para los saduceos y sobre todo para la casa de Anás. Como sabes aún mejor, entre la multitud siempre hay decenas de exaltados, cada uno de los cuales se ha proclamado rey de un trozo de desierto y asegura ser el Mesías que Yahvé utilizará como instrumento terrenal para derrotar y dar muerte al enemigo. Vosotros, en suma.

—Al menos podrías decir nosotros, Afranio —dijo el prefecto con voz tan insólitamente dulce que el otro sintió, por primera vez, la posibilidad de un peligro también para él.

—Nosotros, en suma —concedió—. Se colocan delante del Templo, o en cualquier plaza y, maldiciendo al emperador, que pretende sacrificios y plegarias como si fuera un dios cuando todos los hebreos saben que no hay más dios que Yahvé, buscan seguidores que llevarse con ellos a las montañas del desierto, como si hubiera de serles anunciado allí el milagro de la liberación. O para convencerles de llevar a cabo una buena revuelta en el acto. Y así, por espacio de siete días, la cohorte de guarnición en la fortaleza Antonia se las ve y se las desea para mantener las cosas bajo control, y siempre se acaba teniendo que crucificar a alguien. Tal es el motivo por el que, durante estas fiestas, te desplazas siempre a Jerusalén llevando contigo un buen número de refuerzos; sin embargo, esta vez no te has presentado. ¿Puedo preguntarte por qué?

Pilatos hizo con la mano un gesto cargado de sentidos: indiferencia, cansancio, que había cosas más importantes, no es cosa tuya.

—Pero dado que la guerra es enemiga de los negocios —continuó Afranio, dando por buena la respuesta que no había recibido— también los saduceos tratan de calmar los ánimos, y la guardia del Templo no se emplea menos a fondo que tus seiscientos legionarios. No son tan brutales, pero tampoco se andan con chiquitas: algunos de los ungidos del Señor acaban en el hospital con la cabeza rota, y otros se ganan algún día de prisión para que se les pase la borrachera mesiánica.

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