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Publicado el 15 de diciembre de 2021, 5:14

Franco se hospeda en el hotel Madrid de Las Palmas. A las tres y pico de la madrugada, un oficial de la vecina Comandancia le entrega el radiograma del general Mola. Es la señal. Franco se ha afeitado el bigote. Viajará de incógnito con el pasaporte diplomático de José Antonio Sangróniz, que no tiene bigote. Abandona el hotel (olvida pagar
la factura) y se hace cargo del mando. Los rebeldes han ocupado los puestos clave del archipiélago. Se recibe una llamada del subsecretario de la Guerra, que Franco ignora. Cuando amanece, Franco envía a Melilla un radiograma: «Gloria al heroico Ejército de África. España sobre todo. Recibid saludo entusiasta de estas guarniciones que se unen a vosotros y demás compañeros Península en estos momentos heroicos. Fe ciega en el triunfo. Viva España con honor. General Franco».
A media mañana, Franco deja a su familia y acompañantes a bordo del barco que los trasladará a Francia. Después, de paisano, embarca en un remolcador que lo lleva al aeródromo de Gando, donde aguarda el Dragón Rapide. El mecánico acaba de revisar y engrasar el motor. Listos para partir. Acompaña a Franco el general Luis Orgaz.
El piloto Bebb, halagado por su papel en esta historia, sucumbirá a la tentación de adornarla con detalles románticos que no corresponden a la realidad.
«Vi llegar a grandes pasos decididos a un hombre joven que llevaba anudado a la cintura el fajín de jefe y cuyo rostro imberbe iba muy pronto a propalarse en millones y millones de ejemplares por los diarios del mundo entero.
»—General Franco —me dijo tendiéndome la mano.
»Sus cabellos negros muy ensortijados, entre los cuales se mezclaban algunos hilos de plata, desbordaban el gorro tradicional sobre el que estaban bordados los dos bastones, insignia de su grado.
»—En marcha para Casablanca.
»Alguien dijo:
»—¿Y el uniforme, mi General?
»—Ya lo he dicho. En marcha. No hay que perder ni un minuto.
»“Su uniforme”… ¿Qué había querido decir este hombre? No tuve tiempo para preguntármelo, pues, en efecto, mientras volábamos sobre las olas del Atlántico, el general se quitó el uniforme, encerró sus efectos en una maleta y, después de meter en ella también los papeles que llevaba sobre sí, la arrojó al mar. Inmediatamente le vi ponerse un jaique y un albornoz y arrollarse a la cabeza un turbante. Se le hubiera creído un verdadero árabe salido de los zocos de Marrakech [4] .
El Dragón Rapide reposta en Agadir y desde allí se dirige a Casablanca, donde pernocta la noche del día 18. Antes de que amanezca, en medio de una niebla algodonosa, el aeroplano despega (como en la última escena de la película Casablanca), para aterrizar, ya de mañana, en el aeródromo de Tetuán. Franco le ordena al piloto que efectúe una pasada volando bajo. Sobre la pista reconoce al coronel Sáenz de Buruaga, sonriente y relajado, rodeado de legionarios. Sí, parece que el aeródromo está en manos de los rebeldes. Franco le ordena a Bebb que aterrice.
Unas horas después el general se reúne en Ceuta con el consejo de jefes para discutir la situación. A escasa distancia, en una sala del hospital O’Donell se apilan los cadáveres de los capitanes y tenientes fusilados por mantenerse fieles a la República. Un cabo sanitario les va arrancando con un bisturí las estrellas de los uniformes.
Franco y sus conmilitones coinciden en que lo más urgente es arbitrar los medios para transportar las tropas africanas a la Península, el paso del Estrecho.

En alta mar, cinco petroleros de la Texaco norteamericana, que traen gasolina para la CAMPSA, reciben la orden de alterar el rumbo y dirigirse a puertos dominados por los sublevados. La orden ha partido del dirigente de la compañía Torkid Rieber, noruego nacionalizado estadounidense que mantiene contactos con el millonario Juan March. Algunos directivos de la compañía objetan sobre la solvencia de los rebeldes, pero Rieber los tranquiliza: «Don’t worry about payment». (No se preocupen del pago).
En total, la Texaco enviará a Franco, a lo largo de la guerra, dos millones de toneladas de gasolina valoradas en seis millones de dólares.
Una guerra moderna se hace con acero y gasolina. Ya tienen la gasolina.

 

[4] Luis de Galinsoga, Centinela de Occidente, Editorial EHR, Madrid, 1956, pp. 218-219.

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