Déjate de filosofías

Publicado el 13 de diciembre de 2021, 3:37

Déjate de filosofías

 

La filosofía ha sido objeto tradicional de tópicos —complacientes unos, no tanto otros— que no han perdido actualidad. Adelantemos dos de ellos, un tanto contradictorios entre sí, que seguramente revelan una de las incoherencias en que hoy vive el hombre común.

1. Oigamos primero ese dicho de que cada cual tiene su filosofía.Tomado al pie de la letra, habría que rechazarlo, si es que la filosofía representa algo más que el conjunto de prejuicios acríticos de cada uno o se sitúa por encima del burdo relativismo que aquella sentencia parece alentar. Más que una filosofía, lo probable es que cada cual tenga sus propias creencias o supersticiones que no se aviene a poner a prueba. Pero demos un paso más y vengamos a otro empleo no menos frecuente. Cuando el entrenador de fútbol declara cuál es la «filosofía» de su equipo o el director comercial expone la «filosofía» de su plan de ventas de la temporada, uno y otro se están apoderando de un término que no pertenece, ni de lejos, al mundo de sus respectivos quehaceres ni se adecúa a lo que pretenden decir con él. Ese término les viene muy grande, desde luego, pero con él se revisten de la apariencia de profundidad que buscan.

Y es que en este sentido pervertido que recibe en su uso (mejor: en su abuso) ordinario aún se conserva algo de lo que ella, la filosofía, ha sido desde su comienzo. En los dos casos mencionados, con esa palabra se quiere nombrar una especie de visión última y más honda acerca de las cosas, la que en último término guía nuestra conducta y sostiene nuestros juicios más decisivos. A diferencia de los saberes particulares del especialista, parece que ese conocimiento nos compete o nos concierne a todos: ¿o acaso se nos ocurre decir, qué sé yo, que «cada cual tiene su propia otorrinolaringología»? Pese a todo, lo habitual es que sólo inconscientemente apunten a ese significado profundo, que lo degraden por no saber lo que dicen, que se queden con la cáscara —la palabra— y desechen su contenido.

2. Si no, ¿cómo podría entenderse que esa misma mayoría que se llena la boca con el tópico anterior no deje de repetir asimismo que la filosofía es inútil y no sirve para nada? La mentalidad contemporánea tiende a considerar filosofía todo discurso que se despegue no más de un palmo por encima de la charla del bar y a repudiarlo como impropio de una persona sensata. Se trata de un cargo que cuenta con unos veinticinco siglos de antigüedad, que sepamos. En el Gorgias platónico Calicles le espeta a Sócrates que uno puede ocuparse de la filosofía mientras sea joven, pero que hacerlo de viejo resulta ridículo. Hoy nuestros nuevos sofistas, los pedagogos, han decretado que ni siquiera en la educación del joven es buena la filosofía. Poco tiempo después Epícuro  aconsejaba a Meneceo que nadie debería avergonzarse de filosofar ni de joven ni de viejo, «porque nunca es tarde ni temprano para aprender a ser feliz». No hará falta concluir que en los tiempos presentes estas cosas suenan a
enormes paparruchas.

La pregonada inutilidad de la filosofía viene a ser la confesión clamorosa de que educar se ha vuelto ante todo una instrucción para el mercado, una adquisición de destrezas (hoy las llaman «habilidades», una torpe versión de abilities) con vistas a ser vendidas. La religión cotidiana de la mercancía nos predica que no hay valor de uso sin valor de cambio que lo respalde; esto es, que no hay otras necesidades que las que puedan satisfacerse con dinero. La vida humana y su riqueza quedan así notablemente devaluadas. Hay una incapacidad de comprender otro sentido de útil que no coincida con el utilitarista, que haya cosas que merezcan la pena aunque no tengan precio o justamente por no tenerlo, pero sí un valor incuestionable. Y es que el punto de vista de la producción rentable ha arrumbado los interrogantes sobre nuestra praxis o conducta individual y colectiva. La razón instrumental reina sin disputa sobre la razón crítica o, lo que es igual, el nuestro es un saber de los medios pero no de los fines. Conocemos algunos porqués y muchos cómo, pero ignoramos los principales para qué de nuestra existencia.

3. A un tiempo causa y consecuencia de semejante empobrecimiento parece el presente desdén hacia la filosofía. La filosofía comienza por ser una forma de interrogar: constante siempre insatisfecha, dispuesta a reemprender las mismas pesquisas. Nadie se libra de ellas si quiere vivir como un ser humano. Parece entonces que filosofar consiste sobre todo en un saber… preguntar. La actitud filosófica es la de pedir razones de las cosas y, desde luego, la inclinación a darlas a quien las demande. No consiente abandonar un tema de reflexión o discusión sin haber pugnado por hallar la razón que lo ilumina ni se rinde fácilmente ante lo más oscuro, inseguro o arriesgado.

Pero si la filosofía es una forma de preguntar, se debe a que antes todavía es una manera de mirar: nace del asombro y admiración ante lo que pasa. Lo que nos incita a inquirir es simplemente lo grandioso o terrible o injusto del mundo, del hombre mismo y su sociedad. Lo primero que distingue al filósofo de los demás es su capacidad de asombrarse. La gente no suele maravillarse de lo que en verdad lo merece. Su depósito de admiración se consume sobre todo en extrañarse ante lo espectacular, lo novedoso, lo monstruoso, etc., tal como hoy manda la lógica de los mass media. Es llamativa la falta de curiosidad o perplejidad del hombre ordinario, lo fácilmente que se contenta con las respuestas más a mano, lo pronto que se cansa de buscar. La mirada del aficionado a filosofar, por el contrario, es la que rompe la costra de naturalidad con que las cosas parecen suceder.

Desde esa mirada, lo inmediato será cuestionar el lenguaje común, los estereotipos, la norma acostumbrada. Ahí radica tal vez el signo más elocuente de la actitud filosófica, porque en el tópico arraigado —como el que ahora mismo estoy examinando— se esconde el primer enemigo con que tropieza la filosofía en su ejercicio diario. La filosofía apenas puede dar un paso sin sospechar del lenguaje establecido y sin ver con frecuencia en tales usos un síntoma de sumisión a la roma mentalidad reinante. Filosofar es no aceptar sin examen las palabras de la gente, así como también ir más allá de lo que la gente cree estar diciendo. La bien ganada fama de distraído que acompaña al filósofo procede de que se aparta de lo manido, de los lugares más frecuentados. De ahí que se presente como una disposición profundamente molesta e irritante, porque no se detiene ante nada y al final revela la profunda ignorancia de uno mismo… y de los demás. Pero el que se atreve a hacerlo, ése la paga. Lo que de verdad condenó a muerte a Sócrates fue el resentimiento de la ciudad. O sea, de los que no soportan ver en entredicho sus dogmas más firmes ni recibir lecciones del vecino.

Por eso también la filosofía trae consigo el escándalo: ¿acaso no está escrito que hay que dudar del pensamiento que no ha estremecido o molestado nunca a nadie? Claro que mucho más escandalosa todavía resulta esa normalidad para el filósofo o quien quiera llegar a serlo, incapaz de comprender que se pueda vivir sin preguntarse por el sentido de la vida y el sinsentido de la muerte. Quien adopta una tal actitud de interrogación perpetua apenas concibe que otros ocupen su ocio o su cháchara en las menudencias habituales. Ese está tentado más bien a creer que son muchos los que no llevan una vida que merezca de verdad el calificativo de humana.

Los síntomas cotidianos de esta falsa existencia por dejación de la filosofía serían innumerables. Bastaría tan sólo con aplicar el oído a lo que se habla y se lee y al modo como se habla y se escribe. Su abandono viene desde la escuela, que no sabe responder a los desafíos que lanza una cultura de masas, y desde una sociedad que mide la educación con haremos de productividad parecidos a los que miden el rendimiento industrial. Allí no se promueve al agente reflexivo, sino al autómata obediente; no se debate de la verdad, sino que se emiten opiniones; no se procura tanto enseñar como entretener. Allí se programa un analfabetismo complacido, se fomenta la proletarización intelectual de los más. Frente a este cultivo de la mediocridad, la filosofía ciertamente resulta intempestiva. Pero uno está tentado de parafrasear otro viejo lema y declarar en tono solemne: o filosofía o barbarie. O sumisión, si se prefiere, porque sólo el pensamiento libre es el reducto más propio de la autonomía humana. Sin él caemos en la heteronomía y en la entrega a cualquier género de idolatría, sea ésta religiosa, política o simplemente la que en cada momento esté de moda.

Así las cosas, ¿cómo repetir todavía que la filosofía, y aún más la práctica, sea un saber desinteresado? Nada menos desinteresado que ella: si objetivamente resulta tan interesante, es por lo muy interesada que está en los problemas centrales del hombre. Un tópico tan necio da la exacta medida de las aspiraciones vitales de la mayoría. O sea, de los que aún ignoran los beneficios de la filosofía. Ésos aún no saben, como sabía Sócrates, que «una vida sin examen no tiene objeto vivirla». Que nadie se extrañe si el dejarnos de filosofías conduce a entregarnos a las más rupestres ideologías. El paradójico resultado de esta renuncia a la abstracción es el dominio real de las abstracciones. Dios, Mercado, Dinero, Estado, Democracia, Ciencia, Trabajo, Bienestar, Seguridad, Europa, Euskadi… se han erigido en nuestros señores de cada día. O comenzamos a someterlos en la teoría o nos seguirán sometiendo en la práctica. Tertium non datur.

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