El reencuentro (191-199)

Publicado el 13 de diciembre de 2021, 19:40

Dos vidas fusionadas en un abrazo. Un cuarto de siglo no es nada, aunque añada cinco años al tango. Lo dijisteis muchas veces: lo importante es seguir vivos para luchar más tarde. Y ahí estáis, cumpliendo la promesa de antaño.
Se aparta, manteniendo sus manos en tus hombros. Sus ojos están húmedos, al igual que los tuyos, que también contienen la maldita agua salada.
—Deja que te vea —dirige una mirada rápida, de los zapatos a tu sombrero—. Pareces un dandi, cabrón.
—Y tú, un hosco labriego cántabro—esa era vuestra broma eterna, ya que me contabas que aquellos hombres de la montaña cántabra no habían prestado suficiente apoyo al Maquis, al contrario que los campesinos andaluces. Y que eran muy difíciles de tratar, cerrados herméticamente a todo lo que no fuera su pequeño terruño, que caminaban detrás de sus vacas sin otro aliciente que su propia ignorancia. Gentes poco dispuestas a arriesgarse por nada que pusiera en peligro sus cuadras elevadas en medio de lagos de hierba. Qué difícil lo tenían en sus cerros los guerrilleros cántabros para encontrar ayuda.
—Pasa, pasa, no te quedes en lapuerta —de repente, ve el taxi—.
¿Viniste en taxi?
—Sí.
—Pues despídelo. Tenemos mucho de que hablar.
Era verdad, tenéis que hacer un repaso a veintiséis años. Después de pagar al taxista, te introduce en su casa. Mejor dicho, la antigua vivienda de sus padres.
—¿Cuándo regresaste? —le preguntas.
—Volví en el 62. Once años en Francia fueron suficientes para mí. Los franchutes son difíciles de tratar, no me encontraba bien por allí. Y, en el 62, regresé. Ya sabes: el puto apego a esta tierra. Nada más llegar, ya estaba enfrascado en las huelgas de la minería de ese año. Me detuvieron. Y me encerraron por treinta años, sólo llegué a cumplir diez. Desde entonces me tienen en libertad vigilada. Pero, bueno, eso toca a su fin, dentro de poco tendremos una constitución y todo aquello espero que quede en un mal sueño.
—¿Y qué sabes de los otros?
—Están todos por aquí. Se van a alegrar mucho de verte. Pero pasa, que te quiero enseñar en lo que empleo mi tiempo.

Lo acompañas a través del pasillo de techos anchos. No huele a vaca, piensas, pues recuerdas ese olor asociado a la casa.
—Mira lo que he preparado — manifiesta orgulloso, abriendo la puerta de lo que era la antigua cuadra.

Ante ti, un establo transformado en lagar: el techo sigue siendo de madera cubierta de teja, cinco grandes vigas de madera soportan el peso, y sus paredes de barro se han cubierto con diez toneles de castaño. Abre la espita de uno de ellos, y deja que el chorro de sidra dibujase una parábola, deteniéndola con un vaso a los tres cuartos de su recorrido.
—Pruébala, y dime si te gusta — dice, tendiéndote el vaso.
—Está buena. No me digas que el antiguo minero, líder del Maquis, es ahora lagarero.
—Después del presidio, en la mina no me daban trabajo y las vacas, la hierba y las pitas no eran lo mío. Un día me dije: Lobedu, esas manzanas que se caen de los árboles, sin que nadie mire para ellas, pueden ser tu salvación. Y, desde entonces, me dediqué a la sidra —hace un alto en la conversación, que aprovechó para tomar un culete—. Dejemos de hablar de mí. Cuéntame, qué es de tu vida.
—Poca cosa, Lobedu. Cuando os quedasteis en Francia, yo seguí caminando hasta la URSS.
—Hiciste bien —asegura, mientras gira de nuevo la espita del tonel—. La
puta IV República francesa nos ofreció lo mismo que en la época de De Gaulle: la Legión Extranjera, el regreso a España o los campos de trabajo.
—Eso a vosotros. Para mí no tenían nada, no era más que un cojo inservible. Por eso continué rumbo a la URSS.
—¿Qué tal en la URSS? —remata, ofreciéndote otro culín.
—Regular —dices, y apuras el vaso—. Allí trabajé en las minas de Zurevo y, después, me…
—¿Cómo se trabajaba por allí? — pregunta con la intriga de un niño.
—Estaban más avanzados que en nuestras minas. Cuando llegué, prácticamente no existían mulas de arrastre, se habían sustituido por locomotoras eléctricas. Los picadores utilizaban todos martillo, y los lavaderos de carbón eran nuevos.
—Ay, estábamos a años luz del socialismo —exclama con cierta añoranza de un futuro que soñamos como nuestro.
—No te equivoques, Lobedu. Yo he vivido y trabajado allí. Y tampoco regalan nada en lo que llaman la patria del socialismo. Los obreros siguen viviendo en colonias, y los dirigentes del partido, como si fueran burgueses, tienen sus chalets aparte. Se ha creado una capa social de burócratas, que viven igual que los capitalistas de por aquí.
—No me lo creo. Me niego a creerlo —escancia deprisa otros dos vasos de sidra—. Me niego a creer que empleáramos nuestra vida luchando por algo que es igual o peor a lo que tenemos aquí.
—Pues créelo. Aquello fue una revolución traicionada.

—La revolución siempre exige sacrificios  —dice, para justificar una felonía, para llenar de tranquilidad su alma, para que el muro de Berlín no se le derrumbara ante sus ojos.
—No, Lobedu. Los sacrificios son para los de siempre. Me niego a creer en una revolución que elimina las conquistas que ya teníamos. Una revolución es para profundizar en las libertades que se tienen, no para cercenarlas.
—¡Joder, Mayor! La URSS pasó por una revolución, por una guerra civil, soportó la invasión nazi, ¿qué quieres, que se diera la libertad para que fuese aprovechada por sus enemigos?

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