200-210

Publicado el 15 de diciembre de 2021, 23:35

—¿Enemigos, dices? Los verdaderos enemigos del pueblo soviético hay que buscarlos en las propias estructuras de poder del régimen, en su burocracia. Todo aquello está a punto de desmoronarse, y la culpa no la tiene un pueblo, la tienen unos dirigentes que detuvieron la revolución para perpetuarse en el poder. La puta mierda estalinista del socialismo en un solo país, la coartada teórica perfecta para la parálisis social.
—¡No me jodas! —se dirige de nuevo al tonel—. No me digas que estás alineado con los trotskistas y su idealizada revolución permanente. O, lo
que es peor, con Tito y su estupidez de la autogestión en las fábricas. Espera — detiene su discurso y se queda mirándote con ojos interrogativos—, ¿no me estarás defendiendo a los imperialistas o a los socialdemócratas?
—No defiendo a nadie. Sólo constato que lo que tú llamas socialismo, dista mucho de ser la sociedad en la que soñamos.
—Nosotros luchábamos en las montañas por el socialismo. ¿Es que no te acuerdas?

—¿Qué socialismo? ¿El de los países del este? No me jodas, Lobedu. Nosotros siempre luchábamos para que nunca se nos olvidara que un día habíamos sido libres. Además, en las montañas nadie peleaba por ningún socialismo, bastante teníamos con sobrevivir.
Veintiséis años sin veros y de lo primero que habláis es de política. Está muy claro que ella fue vuestra nodriza y vuestra asesina, como me aseguraste muchas veces.
Bebe otro vaso de sidra. Eleva la boina con la mano izquierda y se pasa la derecha por la cabeza, el sudor le llega más allá de la frente. Es evidente que le molesta hablar de aquello.

—Cambiando de tema —dices, porque no estás dispuesto a proseguir el debate—. He visto que han construido muchas viviendas, esto ha crecido una barbaridad desde que nos marchamos.
—No lo sabes bien —ha dejado su gesto de desazón—. Entre los dos valles somos casi trescientos mil. Aquí en el Entrego, del 50 al 60, fue una verdadera explosión: la población aumentó más del doble, la explotación de carbón se triplicaba y se construyeron colonias enteras para los trabajadores, aquí se levantaron las Barriadas de San Julián, las de Santa María, el Coto. Y por la montaña, sin orden ni concierto, se elevaron casas. Pero a partir del 60, esto ha comenzado a flojear: han cerrado algunos pozos como Venturo, Cerezal, Sariego…
—¿Ese fue el motivo de las huelgas del 62? —dices, para que prosiga contándote, quieres enterarte de lo que ha ocurrido en la Cuenca en todos estos años.
—La del 62, y la del año pasado. La huelga del 76, sin Franco en el poder, ha sido de las más bestiales que he conocido. En ella, el partido se jugó mucho, pues…
—¿El partido? —preguntas, extrañado.

—El PCE. Desde que llegué a Francia, comencé a militar. ¿Tú no?
—No, Lobedu. Yo sigo siendo un guerrillero, camino solo. No soporto el corsé de las estructuras de un partido político —«Las convicciones son prisiones», Nietzsche martillea en tu cabeza.
—A veces creo que es lo mejor. Ahora tenemos un debate interno sobre el eurocomunismo. Y todos los que se están oponiendo a la introducción del término, están siendo purgados de una forma u otra. Es duro tener que luchar contra el aparato de un partido, te destroza, casi más que si estuviéramos en el monte. Es curioso, no nos destrozó la clandestinidad, y nos estamos masacrando nosotros mismos.
—Y nuestra gente, ¿qué ha sido de ella?
—Casi todos los que sobrevivieron han regresado. Creo que sólo faltabas tú —escancia otros dos vasos—. Cuando nosotros desaparecimos de las montañas, nos sustituyeron otros en las fábricas. Siempre he pensado que a los fugados nos sustituyeron los clandestinos.
—Estuve visitando a Carmen — dices, intentando cambiar de conversación de nuevo, pues notas que Lobedu tiene una especie de deuda con la historia o con la política, una deuda que de momento desconoces.
—A mí me ha faltado valor para ir a verla. Llevo más de quince años en España, y no hubo ni un solo día, en el que no me acordara de ella. ¿Qué tal está la mujer?
—Mal, ha sufrido mucho. Para ella, la realidad no existe. Vive en un mundo paralelo que se ha creado, creo que como mecanismo de defensa por lo que le ocurrió.
—A veces, paseo por delante de su casa, y se me cae el alma a los pies al verla destrozada, abandonada.

—También estuve allí, y sé de lo que me hablas. Me he propuesto arreglarla, quiero que si Carmen sale del psiquiátrico tenga una casa digna en la que vivir.
—Cuenta conmigo. No entiendo mucho de albañilería, pero aunque sólo sea para llevar ladrillos, aquí me tienes.
—Gracias, Lobedu. Estuve hablando con Carmen sobre el asesinato de mi hermano. Ella estaba presente. Me dijo que lo asesinaron dos falangistas, uno de ellos respondía al nombre de camarada Camilo. ¿Te suena de algo ese nombre?
—No —escancia otros dos vasos—.
De los integrantes de la contraguerrilla o del somatén, poco se ha hablado. Es más, yo creo que nadie los conoce. Habría que preguntar en los ambientes fachas, ¿pero quién nos lo podría decir?
«Habría que preguntar en los ambientes fachas», dijo Lobedu. Y a ti te llega a la mente, como si fuera una revelación, el estanquero excombatiente.
Las horas van pasando en el lagar entre culetes de sidra, queso y tacos de jamón, hablando de los viejos tiempos y de los nuevos que se presentan sin que nadie pudiera detenerlos. Y las anécdotas. Ay, las anécdotas.
—Cuando nos juntamos todos en este lagar, salen a relucir mil historias de aquella época. Siempre es mejor recordar los buenos momentos que los ratos tristes, que hubo demasiados. La que más nos presta es aquella del abogado falangistín…
—Carlos Millán López, aún recuerdo su nombre —dices, con una sonrisa.
—Joven, chulo, con su título de Derecho debajo del brazo. Llegó a la Cuenca y se puso al servicio de los caciques. Se me revuelven las tripas sólo en pensar la cantidad de pobres que embargaron. Y él se llevó una buena tajada. Hasta que le enviamos el anónimo. Pagó la mitad y desapareció.

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