Ahora el sol estaba alto, y Pilatos trataba de mantener las manos al amparo de los rayos. Toda aquella luz le molestaba, e inútilmente entornaba los ojos para tratar de protegerse de ella. Algunos siervos, atentamente vigilados por los dos legionarios inmóviles, salieron de la casa e hicieron correr sobre unas cuerdas un gran toldo, de modo que la terraza quedó a la sombra. El prefecto respiró lleno de alivio y viendo un gran vaso de zumo de cidras, quién sabe por qué, le vinieron a la mente los dátiles que Nicolás de Damasco regalaba a Augusto y sonrió. Hizo un gesto mínimo a Afranio y este, igual que antes había entendido inmediatamente que debía callar y conceder una pausa al procurador, ahora retomó inmediatamente su razonamiento.
—Así, hará cosa de tres días, nadie se asombró cuando fueron detenidos dos o tres exaltados, zelotas o esenios (digamos tres, para ser exactos) que armaban ruido en el Templo insultando a los mercaderes y a los saduceos que colaboran con el opresor romano. Entre la multitud que asistía al acontecimiento, había varios fariseos de la facción conservadora, la capitaneada por Rabí Shammai, pero también algunos de la facción liberal de Rabí Hillel. Había jetas peludas y malolientes que solo podían ser de la secta de los baptistas, como ese Juan que tantos problemas está creando a Herodes Antipas, y luego esenios de Jerusalén, bastante extraños, con algunos de sus todavía más extraños colegas venidos de Qumrán. Había ebionitas y helénicos, masboteos y galileos, nazareos y herodianos, samaritanos y hemerobaptistas. En resumen: toda la colorida gama de sectas en que se divide y se concentra el espíritu litigante y turbulento de nuestros amigos judíos.
«Es demasiado pronto», pensó Pilatos, «apenas si ha pasado una hora, quizá menos, no puedo repetir la medicación, he de esperar, he de resistir». Se acomodó contra el respaldo de la silla, se puso las manos bajo las axilas y se las apretó con los brazos tratando de hacerlo pasar por una actitud de descanso.
Afranio fingió creerlo así y continuó:
—Toda esta gente se encontraba allí, y naturalmente muchos de ellos maldecían a los soldados, que son también judíos pero evidentemente vendidos a César o a Belial, o a ambos. Maldecían más o menos según si el detenido fuera de los suyos o de los otros, pero ninguno intervenía, los ánimos no estaban lo bastante encendidos, y los tres terminaron in vinculis atque tenebris. Espero que aprecies mi latín.
—Y tu arameo, Afranio, y tu hebreo, y tu siríaco, pero ahora vuelve a tu
griego materno y dime finalmente por qué has venido.
—Porque ayer —dijo el hombrecillo picoteando uva pasa— era el último día de la fiesta de las Tiendas y ya todos los peregrinos estaban abandonando la ciudad, hacia Judea y Samaria, Perca y Galilea. Jerusalén estaba recobrando su aspecto normal, los legionarios comenzaban a entrar de nuevo en la fortaleza Antonia para despojarse de la coraza y refrescarse con un vaso de vino, la luz oblicua del sol en el ocaso hacía brillar las planchas de oro en los muros del Templo, y las puertas de la prisión del Sanedrín se abrían para dejar que también los facinerosos, una vez reprimida la oportunidad para hacer una de las suyas, volvieran a sus casas.
—Está bien, Afranio —dijo el prefecto, ahora atormentado por un picor terrible—, admiro también tu vena poética. Pero admiro mucho menos, en cambio, tu escasa capacidad de síntesis.
Ya acabamos, prefecto, ya hemos llegado. Estaba diciendo que se abren las puertas de la prisión y salen de la sombra los prisioneros: un prisionero, dos prisioneros… Y basta. Al tercero, había allí esperándole algún seguidor suyo, jóvenes y pacientes discípulos que estaban acuclillados, espera que te espera, pero el tercer prisionero del Sanedrín no sale. Entonces los jóvenes se levantan, se acercan al guardia y preguntan por qué y cuándo, pero el guardián les dice que él no sabe, que no le importa, resopla y se encoge de hombros. Mañana, dice, pero se comprende que es solo para quitárselos de encima. Los jóvenes se van. En realidad, no tiene nada de extraño: el tercer hombre podría estar enfermo, o muerto, o retenido para hacer indagaciones, o incluso en espera de juicio. Nada de extraño, si no fuera porque mientras tanto…
—Porque mientras tanto —completó Pilatos, quitándose las manos de debajo de las axilas y empleándolas para un gesto que hizo acudir a los esclavos con jofainas y bálsamos— el sumo sacerdote José, llamado Caifás, se montó en su carro, tomó el camino de Cesarea y recorrió setecientos estadios, sin hacer una parada que no fuera para el cambio de los caballos, para hablar unos pocos minutos con el prefecto de Judea, luego volvió a montar en el carro y a hacer de nuevo setecientos estadios deteniéndose nada más que para cambiar de caballos y llegar así a Jerusalén a tiempo de liberar, antes de que el último día de ls fiesta de las Tiendas terminara, a aquel tercer prisionero que, creo, ya ni siquiera sus discípulos esperaban.
—Ellos no, pero yo sí —dijo Afranio sencillamente—, y así, tras haber visto partir a Jesús el Nazareo hacia su aldea, también yo monté en mi carro y he hecho setecientos estadios deteniéndome solo para cambiar de caballos.
Pilatos sumergió las manos en el agua balsámica, entornando los ojos por el gran alivio.
—¿Qué sabes de él, Afranio? Quiero saberlo todo.
151-159
« (141-150) CAPÍTULO VI (160-170) »
Añadir comentario
Comentarios