V. NECESIDAD DE LA DEMOCRACIA EN EUROPA

Publicado el 15 de diciembre de 2021, 0:46

¿Dónde está esa definición teórica de la democracia y quién la ha formulado? ¿Cuál es entonces su diferencia con las oligarquías liberales? ¿Quién determina el grado de aproximación al ideal de la fórmula democrática de gobierno en cada país? ¿Qué tribunal de la razón dictamina lo que es y lo que no es democracia?

Con estas dos advertencias espero evitar las dos grandes fuentes de confusión que impiden mantener un diálogo entre los defensores del sistema de partidos y los demócratas. Este diálogo no será posible mientras una sola y misma palabra, «democracia», se use indistintamente en la discusión, tanto para designar la forma de gobierno como los programas de gobierno, el juego como la jugada, la democracia política como la política democrática, la realidad descrita como el ideal perseguido.

Toda esta confusión de la ciencia política no es producto de la ignorancia ni del error, sino de la ideología profunda que se fraguó durante la guerra fría para llamar democracias a las formas liberales de gobierno patrocinadas por Estados Unidos en el bloque occidental, con la finalidad de contener al comunismo.

La reflexión sobre la democracia quedó interrumpida con la guerra mundial y la guerra fría. Terminada ésta, aquella reflexión puede ser reanudada con una teoría de la democracia que traduzca la fase actual de su discurso histórico. El peligro de una teoría de la democracia está en su separación del discurso que la hace posible, convirtiéndola así en ideología. Tenemos necesidad de una teoría de la democracia política que, siendo normativa, no sea ideológica, y que a la vez esté inspirada en el discurso de los hechos que la preconizan. Una teoría de la democracia que no sea utópica. Porque «toda utopía lleva en su sen
una tiranía» (Bertrand de Jouvenal).

El problema esencial de la democracia no es, como cree la teoría decisional, de la buena decisión política, sujeto a mil aspectos imposibles de ser previstos en reglas generales, sino el de la garantía de la libertad y el de la legitimación no ideológica de la obediencia a la autoridad.

Aquí se hace urgente una filosofía de la dignidad en la obediencia, porque la coacción y el engaño no son modos primitivos de alzarse con el poder, ni recursos anormales de la acción política, sino la manera habitual de conquistar y mantener en el poder del Estado a los grupos dominantes en la sociedad. Incluso en las sociedades liberales. Y la principal novedad del mundo moderno, respecto a las formas feudales y religiosas de la antigua dominación de príncipes y señores, ha sido la progresiva sutileza del engaño que conllevan las ideologías políticas, para producir obediencia universal haciendo creer que la causa particular de un grupo social es la causa de todos.

Reducida hoy la represión armada a una última instancia contra grupos
marginales al consenso social, la obediencia política se produce y reproduce solamente por dos causas generales: o bien por engaño ideológico, sin libertades o con libertades civiles, o bien por adhesión o respeto a lo ordenado en un procedimiento de libertad política en el que
se ha participado o podido participar sin indignidad. Esta última es la obediencia democrática. Y el problema ya no es, como antes de la guerra mundial, legitimar la razón electoral del mando político en un sistema representativo, sino la ilegitimidad de la obediencia a unos gobernantes que no representan a la sociedad, porque detentan un tipo de poder en el Estado que no está basado en la libertad política.

Nuestro problema, establecer la libertad de los ciudadanos para elegir a
sus representantes y nombrar o deponer a sus gobiernos, será imposible de resolver sin sustituir el discurso republicano de la ciudad o del partido, que es la fuente de renovación de la servidumbre voluntaria, por el de la democracia política, que es el argumento de la república de los ciudadanos.

La ausencia de democracia política explica que las sucesivas generaciones de la honradez se pregunten por qué siguen reinando la coacción, la mentira, la discriminación, la corrupción y el crimen de Estado, después de doscientos años de libertad. Vienen a la cátedra de los expertos con la esperanza de hallar en ella lo que no han podido encontrar en el seno de su familia y de sus amigos. Donde le repiten que la culpa última es de la religión, del capitalismo, del imperialismo, de la ignorancia de las masas o, en el colmo de la sabiduría, ¡de la naturaleza humana!

A poco que se medite, se caerá en la cuenta de que la dificultad de la respuesta no se encuentra en la comprobación de lo que todos pueden ver encaramado en lo más alto del Estado: coacción, mentira, discriminación, corrupción, incompetencia y crimen; sino en lo que se supone, bárbaramente, que lo produce y legitima: la libertad política. La ciencia tiene que demostrar que esto es un absurdo, que si hay libertad política no puede haber corrupción duradera y sistemática de los gobernantes.

En la fase de la conquista del poder los pueblos dan paso a la instalación en el Estado del gobierno que se merecen. Pero en la conservación del poder, como, al decir de Montesquieu, sólo se conserva lo que se ama, el pueblo no puede llegar a ser sino lo que la naturaleza de su gobierno le permite ser. En este sentido, son los gobiernos los que, a su imagen y semejanza, hacen a los pueblos que ellos mismos se merecen. Donde perduran los gobiernos corrompidos se puede asegurar que hay ya un pueblo corrompido y que no hay democracia.

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