V. NECESIDAD DE LA DEMOCRACIA EN EUROPA

Publicado el 17 de diciembre de 2021, 5:21

La aparente neutralidad de las reglas de juego de la democracia, como técnica para formar y derrocar gobiernos, para legislar y ejecutar lo legislado, constituye sin embargo la única regla de moralidad política. Llegamos al punto neurálgico donde la ética se enfrenta a la política para confusión de la moral pública. La complejidad del tema sólo permite insinuarlo con esta reflexión.

El asunto comienza a complicarse no cuando Maquiavelo descubre la obviedad de que la moral persigue el bien y la política el poder, sino cuando Kant inventa su imperativo categórico. Dada la irreductible singularidad de los actos humanos, si he de obrar según la máxima de que mis actos puedan servir de regla universal o, dicho de otro modo, si quisiera ver establecida mi conducta benévola como ley universal, tendré que salir de este dilema: o juzgo la bondad de mi acción por la de sus consecuencias, en cuyo caso sería pura utopía mi pretensión de servir como ejemplo universal de altruismo para actos irremediablemente no idénticos; o la juzgo por la bondad de las consecuencias derivadas de la regla que he seguido, y que los demás también pueden seguir en circunstancias análogas, en cuyo caso tiendo a caer en la pasión mezquina y reglamentista de la «idolatría de las reglas» y del fetichismo de la ley.

Mientras la ética política se derive de la moral individual no hay salida plausible de este dilema. Que, sin embargo, llega a resolverse si la neutralidad de las reglas (ética política) está unida a la benevolencia de los actos políticos que implican. La democracia es la única forma de gobierno que realiza esta unión de la ética política a la moralidad intrínseca de los actos de gobierno, porque es la única que proporciona, con la regla de la separación de poderes, la probabilidad de excluir de la vida pública a los gobernantes malévolos.

La ética de la democracia está en sus reglas. El peligro de caer en su idolatría se elude porque entre ellas está la de investigar y castigar la inmoralidad de los actos políticos. La política es asunto distinto de la moral. Pero, en la democracia, la eticidad de las reglas excluye la vida oculta de la inmoralidad del acto. Donde no hay democracia, no puede haber moralidad de gobierno, ¡aunque fuera de santos!

La nobleza de los ideales puede ser compatible con las ambiciones de poder, pero no allana ni ilumina el modo de satisfacerlas. Tan peligroso es un político idealista como un amoral. Ambos deben ser juzgados por su modo de caminar. Y sólo hace camino quien anda ya encaminado, bien sea por los cómodos senderos hollados de tradiciones y rutinas, o bien por las prometedoras veredas que abre en la vida social la descarnada reflexión sobre los medios. Porque es en este espinoso terreno de los medios, y no en el cielo de los vaporosos ideales, donde surge el conflicto social como forma específica de la Humanidad en lucha por la existencia.

A diferencia del reino animal, la Humanidad abandonó el criterio de la mera fuerza física como patrón del orden social tan pronto como adquirió capacidad para la fabulación y la mitomanía. Magos, sacerdotes y filósofos han acompañado desde entonces a guerreros y policías para justificar, en causas distintas de la fuerza, la razón del mando de unos sobre otros. Se puede afirmar sin reserva que la filosofía política, como la religión, se reduce en último término a una legitimación social o espiritual de la obediencia.

Las pasiones de poder y de gloria inventan razones altruistas para justificar el mando de uno, algunos o muchos sobre sus semejantes, mientras el miedo y el cálculo de utilidades sustentan la razón de la obediencia a cualquier tipo de poder.

Aparte de las situaciones bélicas, sólo en raros períodos han coincidido la razón del mando de unos y la razón de la obediencia de todos. Se llama democracia a la causa y al modo de hacer posible esa rara coincidencia de ambas razones. Coincidencia que sólo puede darse si la razón de obedecer no tiene otro fundamento que el de la libre designación y revocación, por los que han de obedecer, de los que han de mandar.

El enorme éxito de la fórmula de Lincoln sobre la democracia, a pesar de que carece de rigor técnico y de que no significa gran cosa, fue debido a que expresa reiteradamente esa coincidencia permanente entre la razón popular del mando y la de la obediencia, esa identificación entre la causa del sujeto gobernante y la del sujeto gobernado. En la causa sí, pero no en el modo, que sólo podría ocurrir en la utópica obediencia a sí mismo.

La democracia se ha definido, desde el famoso diálogo de los tres príncipes persas de Heródoto («admite a todos los ciudadanos en el desarrollo de los negocios públicos»), como una modalidad particular del mando político, que se diferencia de las demás por el número elevado de personas que lo tienen o pueden tenerlo. Sin embargo, pese al prestigio que una larga tradición ha dado al número de gobernantes para clasificar las formas de gobierno, este criterio no es el que usaron los contemporáneos de Pericles. Su portavoz ante la historia, el gran Tucídides, nos advirtió ya sobre la confusión a que puede conducir el criterio cuantitativo incorporado a la definición etimológica de la democracia. La democracia era el nombre que llevaba el gobierno de Atenas, pero «en realidad era el gobierno de un solo hombre». Y la razón de que se llamara democracia no está, para Tucídides, en el hecho de que el pueblo gobierne, sino en el de que «el Estado es administrado en interés de la masa y no de una minoría... siendo la libertad nuestra regla en el gobierno de la República».

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