3 Cenobio de Xenobosquion, Alto Nilo, año 371 (74-89)

Publicado el 15 de diciembre de 2021, 3:59

Cenobio de Xenobosquion, Alto Nilo, año 371

 

El viento soplaba con tanta fuerza que la polvareda levantada apenas permitía ver más allá de una docena de pasos. El vendaval ponía a prueba la flexibilidad de las palmeras, cuyas ramas se agitaban produciendo un sonido seco y desagradable. A pesar de que el sol estaba todavía alto, la oscuridad causada por la nube de polvo producía la sensación de que el día ya estaba declinando. La tormenta de arena se había presentado, como casi siempre, de improviso: había estallado poco después de que los dos viajeros cruzasen la puerta del monasterio, como si hubiese aguardado a que llegasen a su destino.
Eran portadores de un mensaje del patriarca Atanasio para el responsable del cenobio. Su contenido había conturbado el ánimo del apa Papías que, inmediatamente después de disponer lo necesario para que fuesen atendidos convenientemente y de releer hasta cuatro veces el mensaje, se había retirado a la iglesia para tratar de serenar su espíritu. El intento había resultado vano; aquellas líneas confirmaban sus peores temores.
Papías, el apa desde hacía seis años de aquel cenobio perdido en las soledades del desierto, no podía comprender lo que estaba ocurriendo en el seno de la Iglesia. Él y sus monjes, más de un centenar, vivían casi aislados del contacto con las gentes, según las reglas establecidas por Pacomio. Allí, apartados de los peligros del mundo, se dedicaban a alabar a Dios; aunque menudeaban las diferencias, hacían vida en común bajo unas normas estrictas y rigurosas. No entendían las sutilezas de los obispos ni sus disputas, aunque Papías estaba convencido de que la verdad estaba siendo acomodada al criterio de algunos; aquello era algo que lo obsesionaba desde hacía tiempo.

Desolado, decidió visitar a los dos monjes que trabajaban afanosamente en una apartada celda, convertida en un improvisado scriptorium donde copiaban antiguos textos cuya valiosa información no debía perderse. Avanzaba con dificultad en medio de la polvareda y el viento. La arena golpeaba en su rostro, como si fuesen agujas finísimas que martirizaban la piel, aunque eso carecía de importancia para un cuerpo que los rigores de los ayunos y las penitencias habían fortalecido.
Nadie sabía la edad de Papías. Algunos pensaban que era un anciano, pero la mayoría opinaba que rondaría el medio siglo. Muchos de los visitantes que acudían a consultarle dudas y a plantearle cuestiones de profundo trasfondo teológico se sorprendían al conocerlo: tenía calva la cabeza y largas barbas de tono gris que le llegaban hasta la cintura, el rostro enjuto y los ojos hundidos, pero de mirada tan profunda y penetrante que parecía ver más allá de la entidad física de las cosas. Esperaban encontrar otra apariencia, pero, por lo general, cuando se marchaban lo hacían favorablemente impresionados.
Uno de los remolinos tiró de él, obligándole a sujetarse con fuerza al tronco de una palmera para evitar ser arrastrado. Cuando pudo, apretó el paso para llegar lo antes posible a la celda donde Eutiquio y Apiano trabajaban a la mortecina luz de unos candiles porque el lugar carecía de ventanas. Solo un pequeño hueco de forma toscamente redondeada le permitía recibir alguna ventilación y un suave resplandor en las horas centrales del día.
Al oír los golpes en la puerta, los monjes intercambiaron una mirada y permanecieron en silencio. Aquél era un lugar apartado donde jamás se recibían visitas, aparte de las que realizaba Papías, pero el apa siempre las anunciaba. Eutiquio, muy supersticioso, pensó que la tormenta había traído alguno de los espíritus malignos que vagaban en las solitarias arenas del desierto. Sobre ellos se contaban historias horribles que los presentaban siempre dispuestos a acabar con la vida de algún incauto viajero para apoderarse de su alma. Se les conocía como yinnun y eran peligrosas criaturas al servicio de Satanás. Muchos monjes afirmaban haberlos visto y los describían como seres monstruosos. Unos decían que tenían aspecto caprino, con pezuñas, cuernos, barbas de chivo, ojos oblicuos y añadían que estaban dotados de un falo desproporcionado a su tamaño. Algunos los habían visto con forma de lobo, destacaban sus terribles colmillos y sus ojos rojizos que convertían su mirada en una sangrienta premonición. Otros, en fin, afirmaban que tenían forma de gato, de color negro y olor repulsivo. En lo que todos coincidían era en que durante las tormentas se removían y agitaban.
—¿Quién puede ser en medio de esta tormenta? —preguntó Eutiquio con un hilo de voz y el temor dibujado en su anguloso rostro.
Su compañero, también asustado, se llevó un dedo a la boca, pidiéndole silencio. Aguardaron sin responder, con la esperanza de que hubiese sido el viento, pero unos segundos después los golpes sonaron otra vez. Apiano se acercó sigilosamente a la puerta y pegó el oído por si percibía algún sonido. Sobresaltado, dio un respingo al escuchar de nuevo los golpes.
—¿Quién llama? —preguntó disimulando su miedo.
—¡Abre, Apiano, soy el apa!
Al escuchar la voz de Papías dejó escapar un suspiro de alivio.
Con Papías entró una bocanada de aire polvoriento. Las llamas de los candiles titilaron vacilantes y uno de ellos se apagó.
—¡Cierra, hijo, cierra pronto! ¡Con este vendaval parece que se han abierto las puertas del infierno!
El apa estaba rebozado en polvo y trataba inútilmente de sacudir a manotazos su miserable hábito de tosca estameña, deshilachado por los bordes, con algunos rotos y mucha suciedad.
—¿Ocurre algo, padre? —preguntó Eutiquio, mientras Apiano atrancaba la puerta.
Papías no respondió, se acercó al pupitre y contempló los papiros en que trabajaban los monjes.
—¿Cómo va todo?
—Es un trabajo de paciencia, lo sabes mejor que nadie. Copiar tres o cuatro páginas puede llevar todo un día. La letra de estos códices es pequeña y apretada; además, seguimos tus recomendaciones al pie de la letra. Si hay una equivocación, repetimos el pliego completo. Ocurre algunas veces, aunque cada vez menos. Lo peor son las abreviaturas, en ocasiones descifrarlas se convierte en un suplicio. También se retrasa el trabajo cuando algunas líneas aparecen borrosas y otras están incompletas.
—Ya os he dicho cómo hay que actuar en esos casos. Sed siempre respetuosos con el original. Una sola palabra mal copiada, una sola —Papías alzó su mano con el dedo índice extendido—, puede cambiar el sentido de una frase. Hay que ser muy escrupulosos.—Lo somos, apa, por eso el trabajo avanza con tanta lentitud.
—Eso cuando no hay un accidente como el de ayer, sin ir más lejos — protestó Eutiquio.
—¿Qué sucedió?
—Se derramó un tintero y se mancharon ocho pliegos que quedaron inservibles.
El apa hizo un gesto de resignación. Aquellas cosas ocurrían, él lo sabía por propia experiencia. Le había pasado más de una vez cuando era un joven escriba y trabajaba en la Biblioteca de Alejandría, aunque su peor experiencia en ese terreno la tuvo con Teón, por entonces un jovencísimo astrólogo para el que confeccionaba un planisferio con la posición de los astros y las principales constelaciones vistas desde Alejandría a la llegada del solsticio de verano. El trabajo a partir de los bocetos elaborados por el propio Teón era extraordinario y costosísimo, con tintas de diferentes colores. Cuando estaba a punto de concluirlo, un tintero de rojo bermellón se derramó sobre el planisferio. Todavía recordaba el mal trago que pasó el astrólogo, aunque todo pudo solucionarse porque los bocetos no se vieron afectados. Papías trabajó frenéticamente durante varias semanas para entregar su trabajo. Al final lo concluyó con un retraso de varios días. Después de todo, Teón quedó satisfecho y lo recompensó generosamente. El astrólogo, con el que mantenía una sincera amistad a pesar de sus diferencias de opinión respecto al mundo y su realidad, fue una de las personas que más lamentó su decisión de retirarse a un cenobio en el desierto.
—¿A qué se debe tu presencia? — insistió Eutiquio, que barruntaba algo extraordinario para que Papías se hubiese presentado allí en medio de la tormenta.
—Tenéis que imprimir mayor ritmo a vuestro trabajo.
—Eso será difícil, apa, hacemos todo lo que está en nuestra mano.
—Lo sé, hijos míos, lo sé. Pero las cosas van mucho más deprisa de lo que nos temíamos.
—¿Lo dices por algo en concreto?
—Han llegado dos emisarios del patriarca Atanasio.
—¿En plena tormenta? —preguntó Apiano.
—Ha estallado poco después de que apareciesen en el cenobio, como si una fuerza invisible hubiese controlado el simún hasta que ellos estuviesen a resguardo.

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