211-221

Publicado el 18 de diciembre de 2021, 23:17

Tú te encargaste de buscarlo.
—Y lo localicé, en aquel restaurante de Oviedo.
—Mucho nos reímos imaginando la cara que debió poner al ver llegar a su mesa a un cura con sotana y birrete. «Señor Millán, no se olvide de la deuda que tiene con nosotros. El plazo caduca dentro de dos días» —Lobedu comienza a reírse, sin descanso—. Siempre me maravilló el arte que tenías para disfrazarte y que no te reconocieran.
—No es difícil. Cuando te disfrazas de cura, la gente sólo percibe un cura. Ni se fija en tu cara.
—A que no sabes dónde está ahora el falangistín —pregunta, esperando una respuesta, como si hubiese expuesto un acertijo.
—Pues no.
—Agárrate. Es un senador por designación real, y se rumorea que va para ministro con el gobierno de Suárez. Hasta hace de comentarista político en una emisora de radio del clero. Ahí lo tienes, de falangista encargado de embargar a los humildes a demócrata de toda la vida. En fin, está claro que ellos ganaron la guerra —después de pronunciar esa frase, el mundo se le ha caído encima. Se sienta, más bien se deja caer. Y con el vaso lleno de sidra, sigue hablando, sin beberla—. ¡Cagüen mi manto!, si algo no se me ha olvidado nunca es la imagen de los cercos a los grupos guerrilleros. Aquellos hijos de puta del somatén cuando tenían rodeado a una partida que se había refugiado en una cuadra, ni les ofrecían la rendición, ni los acribillaban a balazos. No se molestaban en luchar, se limitaban a prender fuego a todo, con los animales dentro. Aún oigo los aullidos y bramidos de los animales quemándose, y su eco retumbando por todo el valle. Nos prendían fuego como a las brujas en la época de la Inquisición. Fue una guerra sucia, asquerosa —bebe la sidra muerta de su vaso—. ¡Me repugna todo! — Dirige su mirada al vaso vacío y prosigue—. Los que sobrevivimos, también perdimos la vida combatiendo, lo tengo muy claro. Fuimos los primeros de Europa en coger las armas contra el fascismo y los últimos que quedamos. Románticos, nos llamaban. ¡Mierda! —y estampa el vaso contra la pared del fondo—. Años en el monte con frío, hambre y heridas. Siempre corriendo, huyendo hacia delante, sin dormir, desconfiando de todo, desesperados, aislados y olvidados hasta por los nuestros. Los franquistas nos querían muertos y para los gobiernos europeos no éramos más que dinosaurios que cuanto antes no extinguiéramos mejor
para todos… —se dirige al tonel y escancia otro culete que bebe despacio, muy despacio.
Hay que aplazar la conversación para otro momento. Tienes muchas cosas que solventar, y mucho por lo que preguntar. Recoges tu sombrero Dobbs blanco, de paja. Lobedu se coloca la boina. «El sombrero hace al hombre», sentenció Max Ernst hace más de cincuenta años. Y, allí estáis los dos, cada uno con vuestra prenda de cabeza, a la puerta de la casa, dispuestos a despediros, pero en esa ocasión por un breve espacio de tiempo. ¿Tal vez mañana?
—Mayor, si mañana no tienes otra cosa mejor que hacer, cito a los muchachos aquí —muchachos, ha dicho. El más joven supera con creces los sesenta, pero sospechas que siempre seríais los muchachos de Lobedu—, a una espicha. Así los ves a todos.
—Estupendo, ya tengo ganas de darles un abrazo.
No te gusta ocultarle información a Lobedu. Sigue siendo la misma persona integra de antes, pero algo ha cambiado: ahora es un hombre de partido, y el partido piensa por él.

Para llegar a los asesinos de tu hermano, precisas algo más que a tus compañeros de guerrilla. Lo que de verdad necesitas es iniciar la investigación por tu cuenta, independientemente de que ellos pudieran ayudarte. Pero tienes un problema, nunca has sido policía, no sabes cómo se lleva una investigación. En lo único en lo que estás preparado es en localizar gente. Nada más.
Regresas de nuevo a La Felguera. Otra vez te aborda el muchacho al que le diste cien pesetas por la mañana y que intentó robarte la cartera. Le ves salir de un coche que acaba de estacionar. Sigue con la chapa de la efigie del Che colocada en la solapa de su camisa de leñador canadiense.
—Paisa, ¿no tendrá algo p’axudarme? Yé que he quedáu a comé con una
moza mu salá, y robáronme la billetera.
Por lo que…
No sólo es un pícaro, sino que también es idiota. Y, además, tiene muy mala memoria. Pero tú no eres de los que desprecias una mano que se te tiende, aunque la mano no sepa ni para qué se ha tendido.
—Cambia el disco —has sido demasiado tajante—. Ese rollo ya me lo contaste por la mañana.

—Ah —exclama sorprendido, mientras sus mejillas se tornan de color rojo.
—¿Ese coche es tuyo? —le preguntas, ante su desconcierto, señalando al Mini de color negro del que le has visto descender.
—Sí, ¿por…?
—Si te ofrezco un trabajo, ¿aceptarías?
—Depende del dineru.
—Mil diarias.
—¡Rediós!, por ese dineru, menos que me encule, hago cualquier cosa. ¿Qué hay que facer?
—Ser mi chófer.

—¿Y la gasofa?
—También corre de mi cuenta.
—Trato hecho, paisa —y te extiende su mano.
—Mañana, a los ocho de la mañana, ni un minuto arriba, ni uno abajo, te quiero aquí. Como llegues tarde, me cojo un taxi, y te quedas sin trabajo.
—Despreocúpese, oh, que aquí estaré. Oiga, ¿tengo que llevar sombreru?
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque gustome el que usté lleva. Si tuviera otro pa mí…
Lo dejas allí, contando la misma milonga de todos los días a los transeúntes. Tienes que ir hasta la pensión para tener una conversación con el excombatiente… y supuesto cornudo.
Una extraña sensación recorre tu cuerpo desde que has abandonado la casa de Lobedu, como si alguien te siguiera. Pero no ves a nadie. ¿Será
Némesis?

Añadir comentario

Comentarios

Todavía no hay comentarios

Crea tu propia página web con Webador