Sagunto, gesta de imperio

Publicado el 15 de diciembre de 2021, 23:55

Aníbal continuó ampliando la empresa. Alternando zanahoria y estaca, como había aprendido de su padre, sometió las tierras de Levante hasta el Ebro, donde terminaba la zona de influencia cartaginesa reconocida por Roma. En esta campaña destruyó, después de un enconado asedio de ocho meses, la ciudad de Sagunto, hoy Murviedro (Valencia).

Roma había suscrito un tratado de amistad con Sagunto (a pesar de que estaba enclavada en territorio de influencia cartaginesa). Como era de esperar, especialmente porque se veía venir desde que la facción más belicista obtuvo la mayoría en el Senado romano, Roma declaró la guerra a Cartago.

A los lectores que peinen canas, o ni eso, les resultará muy familiar el nombre de Sagunto, y lo asociarán al de Numancia, otra ciudad cuya población prefirió suicidarse en masa antes que rendirse a los romanos en -133. Entrambas gestas fueron mitificadas en los tiempos de Franco como gloriosos monumentos de la fidelidad hispánica y de la fiereza indomable del pueblo español. Como para muestra valía un botón, sólo se promocionó la imagen fiera de esas dos poblaciones, con olvido de otras que las igualaron y hasta las superaron en heroísmo. Por ejemplo, los habitantes de Astapa, hoy Estepa, municipio sevillano famoso por sus mantecados navideños, también prefirieron destruir la ciudad y suicidarse en masa antes que rendirla a Roma. La admirable hazaña de la Numancia celtíbera, cuyos defensores llegaron a alimentarse con carne humana, fue incluso superada en Calagurris, hoy Calahorra, donde, además, salaron la carne humana para comerla en conserva.

Sea excusada la breve digresión gastronómica y regresemos ahora junto a Aníbal, al que dejamos conquistando Sagunto.

No le sorprendió al cartaginés la declaración de guerra de Roma. De hecho, los dos países llevaban años preparándose para esa guerra, porque Cartago quería la revancha y Roma estaba preocupada por el rearme de su rival y la pujanza que había alcanzado.

Roma decidió aplastar el nuevo poderío cartaginés y escogió Hispania como propicio escenario de la guerra. Italia quedaba a salvo, defendida por una potente escuadra. Pero Aníbal se les adelantó, mostrándose como uno de los mayores estrategas de todos los tiempos: en lugar de embarcar su ejército, como esperaban, lo llevó por tierra, elefantes de guerra incluidos, a través de los Alpes nevados, una hazaña impensable, e invadió Italia por el norte, donde menos esperaban un ataque. Los romanos le salieron al encuentro con ejércitos superiores, que Aníbal derrotó sucesivamente. En la cuarta batalla, la de Cannas, Roma puso toda la carne en el asador.

Todavía hoy, en las academias militares de todo el mundo, a los oficiales instructores se les dilata el esfínter cuando explican la estrategia de Aníbal en Cannas. El astuto cartaginés, al que ya quisieran parecerse todos ellos, llegaba con un ejército bastante mermado. No obstante, en contra de todas las normas, dispuso a sus peores tropas en el centro de la línea, donde el combate sería más enconado. Tal como había previsto, el centro cedió terreno ante el empuje enemigo, y cuando los confiados romanos profundizaron en la bolsa resultante, la cerró por sus flancos y
atacó la retaguardia romana con su ágil caballería. Los romanos quedaron apelotonados en el centro del campo, estorbándose unos a otros, sin espacio para maniobrar. Fue, quizá, la más brillante batalla de todos los tiempos: cincuenta mil muertos, y el ejército romano prácticamente aniquilado.

Por cierto, los elefantes que Aníbal llevó a Italia eran de la especie Loxodontia africana, variedad Cyclotis, de pequeña alzada (apenas 2,35 metros). Entonces abundaban en el norte de África, desde Túnez hasta Marruecos, pero los explotaron tanto en la guerra y en los circos que la especie acabó por extinguirse. El otro elefante africano, el que vemos en los zoológicos y en las películas de Tarzán, el de las estepas del África Negra, es mucho mayor, hasta 3,40 metros.

Los romanos, repetidamente vencidos, mostraron entonces su mejor virtud: el tesón y la constancia. Resistieron en Italia como mejor pudieron y devolvieron los golpes en España, que era la despensa de Aníbal y su punto débil. Aquí derrotaron a Asdrúbal, otro hermano de Aníbal, aniquilaron los refuerzos que proyectaba enviar a Italia, conquistaron Cartagena y se aliaron con caudillos indígenas para arrebatar toda la provincia a los cartagineses.

Los íberos no advirtieron que aquellos romanos que los ayudaban a sacudirse el yugo cartaginés les iban a imponer otro aún más pesado y, además, definitivo, aunque también es cierto que Roma los desasnó. Vaya lo uno por lo otro.

Al final, sólo les quedó a los cartagineses su tierra africana y un ejército cada vez más inoperante y débil en Italia, ya sin fuerzas para conquistar Roma. Aníbal comprendió que había perdido la partida y regresó a casa. Pasaba a la defensiva. Escipión, el general romano que había arrebatado a Cartago su provincia española, desembarcó en África y derrotó a Aníbal en Zama.

Los vencedores impusieron a Cartago una rendición suficientemente onerosa como para asegurarse de que ya nunca levantaría cabeza. No obstante, medio siglo después, cuando les pareció que, a pesar de todo, la vieja rival se estaba recuperando, deportaron a su población e incendiaron la ciudad. Cartago ardió durante diecisiete días. Sus ruinas fueron arrasadas, y sus campos y huertas sembrados de sal. Como escribió Tácito, el gran historiador romano, «es propio de la naturaleza humana odiar al que se ha ofendido».

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