Numancia y otros heroísmos

Publicado el 18 de diciembre de 2021, 23:33

Roma ocupaba las ciudades, los trigales, los olivares y las minas cartaginesas en Andalucía y Levante. Al término de la guerra se planteó el arduo dilema: devolvemos todo esto a los indígenas, como les prometimos, o nos lo quedamos. Naturalmente, se lo quedaron. Al fin y al cabo, aquella tierra soleada y rica era su botín de guerra.
El Senado no se quebró la cabeza a la hora de buscar un nombre apropiado para las nuevas provincias. Dividieron la Península en dos sectores confusamente delimitados y las denominaron «la de acá» y «la de allá» (Citerior y Ulterior).
El Imperio romano estaba todavía en pañales. Faltaban tres siglos y mucho camino por recorrer para que se extendiera desde Alemania al Sáhara y desde Portugal a Siria y agrupara bajo sus fronteras a más de cien pueblos.
Por lo pronto, en España, la plata, los trigales verdes y el garum eran ya romanos, pero como no hay rosa sin espinas los incivilizados celtíberos y lusitanos del interior también codiciaban aquella riqueza. Desde siglos atrás habían tomado la casi deportiva costumbre de entrar a saco de vez en cuando en los ricos valles del Ebro y del Guadalquivir. Naturalmente, los romanos no podían consentir que unos salvajes vinieran a robarles la hacienda. Por lo tanto, establecieron una serie de puestos militares avanzados para prevenir y detener aquellos ataques. Lo malo fue que los incorregibles celtíberos también hostigaban a estas avanzadas. Entonces, los romanos optaron por métodos más contundentes y lanzaron expediciones de castigo contra las tribus del interior. Fue otra conquista del salvaje Oeste. El valor indómito de los indígenas se estrelló contra la disciplina y la táctica superiores de los invasores. Las legiones romanas eran ya aquel formidable instrumento militar cuya eficacia no ha sido igualada jamás por ningún otro ejército. El establecimiento de guarniciones y campamentos permanentes fue otra forma de conquista y colonización, que, a la postre, fue asimilando a la cultura romana el interior de la Península. Así surgieron ciudades tan prósperas como Mérida, Zaragoza, Astorga y Lugo.
En las sucesivas guerras de conquista, lusitanas y celtibéricas, primero, y cántabras, después, los gobernadores y generales romanos perpetraron a veces grandes canalladas, y el Senado romano dio muestras de notable desvergüenza en la vulneración de los tratados y capitulaciones que sus subordinados en apuros pactaban con los caudillos indígenas. Por ejemplo, un gobernador, un tal Galba, prometió repartir tierras a ciertas tribus lusitanas si deponían las armas. Cuando las tuvo desarmadas y a su merced las pasó a cuchillo. El famoso caudillo Viriato, uno de los pocos que lograron escapar de esa matanza, se convirtió en jefe de la resistencia y hostigó con éxito a los ocupantes, hasta que fue asesinado por tres de sus hombres, vendidos a Roma. En el curso de estas feroces campañas ocurrieron episodios tan sonados como el asedio e inmolación de Numancia.

Numancia resultó un hueso tan duro de roer que Roma encomendó su conquista a su mejor general, Cornelio Escipión, quien tuvo que emplearse a fondo para someterla. Los romanos sitiaron la ciudad y la rodearon con una muralla, para evitar que recibiera auxilios externos. Numancia se rindió por hambre después de quince meses de asedio. La versión patriótica, basada en textos de Floro y Orosio, sostiene que los numantinos prefirieron prender fuego a su ciudad y suicidarse en masa antes que entregarse, pero el escéptico lector hará bien en conceder mayor crédito a Apiano, según el cual, la heroica ciudad, ya agotada, abrió las puertas al romano. Escipión la trató con ejemplar dureza, para que sirviera de escarmiento a otros pueblos levantiscos: vendió como esclavos a los supervivientes y repartió las tierras entre las tribus vecinas aliadas de Roma.
Las ruinas de la famosa ciudad celtíbera bien merecen una visita. Están sobre una colina cercana a la ciudad de Soria y se accede a ellas por cómoda carretera, que conduce a un pequeño museo, en el centro mismo de la excavación. Numancia tenía forma elíptica, con dos calles principales, que la cruzaban paralelamente en la dirección del eje mayor, y hasta doce secundarias en el sentido del menor. Las calles estaban ingeniosamente orientadas para evitar los helados vientos del norte. Las casas, construidas con adobe o tapial, sobre zócalo de piedra, eran rectangulares. Un hogar en el suelo servía para guisar y caldeaba la vivienda. Algunas disponían de bodega subterránea para guardar los alimentos.
Algunos arqueólogos señalaron que unos círculos de piedras hallados extramuros de Numancia, en la ladera del cerro, eran los lugares donde se exponían a los buitres los cadáveres de los muertos en combate. Todo podría ser.
Cayó Numancia, y cayeron igualmente otras tribus y poblados rebeldes. En poco más de cincuenta años, Roma se adueñó de toda la Península. Sólo quedó libre una delgada franja norteña, habitada por cántabros, astures y vascones, que no se incorporaría al Imperio hasta el siglo siguiente.

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