V. NECESIDAD DE LA DEMOCRACIA EN EUROPA

Publicado el 20 de diciembre de 2021, 21:57

Los griegos no nos legaron la teoría de la democracia, sino el inIcio de su discurso histórico y los criterios de Atenágoras de Siracusa y de Isócrates para distinguirla: «Si deciden pocos y poderosos, reparten los riesgos y perjuicios a los más, y de los provechos dan muy poca parte a los otros», mientras que si decide el pueblo, «el Estado democrático lo hace equitativamente».

Un ciudadano de Atenas se consideraba libre de todo con tal de no ser esclavo. Si era un hombre libre, su libertad civil era la que le daba capacidad de participar en el gobierno de la ciudad. Tan pronto tuvo esta capacidad, su preocupación fue la de utilizarla para realizar una política democrática.

El padre de la historia puede llamar democracia a la política del Estado favorable a la masa popular porque tiene un Estado donde la libertad política es la regla en el gobierno.

Mientras, la izquierda europea reivindica la democracia social sin tener conquistada la democracia política, y estando instalada ella misma en la oligocracia del Estado de partidos.

Más prometedor parece, por su simplicidad, distinguir una forma de gobierno de otra no atendiendo al número de los que mandan, sino al modo de obedecer de los que son mandados. Porque el hecho de repartirse el poder entre pocos o muchos puestos de mando es consecuencia natural del estado de desarrollo en que se encuentran las fuerzas culturales y los factores materiales que crean las ideologías de poder y, con ellas, la calidad de las formas de propiciar la obediencia política.

Cuando la razón histórica de la obediencia colectiva es de una calidad ínfima y de una intensidad suprema, la forma más estable de gobierno ha sido el despotismo o paternalismo de un solo señor o de varios. Mirada la relación de poder desde el punto de vista del que obedece, cambia por completo la valoración tradicional de la filosofía política. Y el criterio del número de mandamases se desvanece ante la invariancia de un mismo tipo de obediencia.

Hobbes lo sabía. Y predicaba contra la apetencia de cambiar de gobierno, porque «la prosperidad de un pueblo regido por una asamblea aristocrática o democrática no deriva de la aristocracia o de la democracia, sino de la obediencia y concordia de los súbditos; ni el pueblo prospera en una Monarquía porque un hombre tenga el derecho de regirla, sino porque los demás le obedecen».

Existe además un fundamento teórico para privilegiar el estudio de la democracia desde la perspectiva de la obediencia ciudadana. Hay muchas y variadas causas para explicar o justificar el mando de unos individuos sobre otros. Tantas como fuentes sociales del poder. Pero sólo encontramos tres modos sustantivos de producir rutinas de obediencia: coacción, engaño y libertad.
Sólo hay progreso moral si la libertad y el libre consentimiento de los que pueden cambiar de gobierno sustituyen a la coacción y al engaño como motor de la obediencia. La democracia es por ello la única forma de gobierno que dignifica a la obediencia política.

La historia no nos permite creer que una vez descubierta por la experiencia la posibilidad de organizar la obediencia política sobre la libertad de los gobernados, como hicieron los antiguos atenienses, queden desechadas de los pueblos las formas indignas de someterse a sus gobiernos. Es un hecho notable que la teoría política aparezca y desaparezca, como disciplina autónoma, con la polis griega. Y que sea sustituida por la filosofía moral del estoicismo, que es una teoría de la resignación interior ante la adversidad de lo inevitable. Justo lo que Roma necesitaba.
Por eso Cicerón no dignifica a la obediencia cuando idealiza el hecho de que en la República romana «el que obedece espera mandar más tarde y el que manda no olvida que pronto deberá obedecer». Este viejo argumento tiene la misma índole ilusa que el de la alternancia moderna de los partidos en el gobierno como garantía de su moderación.
El discurso De las leyes (52 a. C.), de Cicerón, hace en realidad una apología de la obediencia. Delimita las funciones de los magistrados y las reglas que han de observar en el mando, sin ser suficiente que los ciudadanos se sometan y los obedezcan. Tienen además que honrarlos y amarlos. Para eso llama a los magistrados «leyes parlantes», y a las leyes, «magistrados mudos».

Roma interrumpe el discurso de la democracia de Atenas, que es un discurso republicano de conciudadanos, para legarnos en su lugar el discurso de la República, que es un discurso de la ciudad. Por eso es Roma, y no Grecia, la que inspira la voluntad de poder que fraguó la organización de los Estados renacentistas y la doctrina de la soberanía de los príncipes. El retorno de esa voluntad de poder de la que habla Vico inicia la modernidad con el discurso de Maquiavelo.

Las revoluciones de la libertad no se inspiraron en la democracia ateniense, sino en la voluntad de poder de la República romana. La Revolución francesa frustró la democracia en Europa, a causa de una misteriosa voluntad general de la ciudad, descubierta por Rousseau, que condujo, de sobresalto en sobresalto, a la voluntad integradora de Robespierre, primer esbozo del Estado totalitario; al consenso de la voluntad de reparto del Directorio de Barrás, primer antecedente del Estado de partidos; y a la voluntad imperial de Napoleón. Es decir, a las tres formas indignas de obediencia que han apartado a los Estados de Europa continental del discurso de la democracia.

Añadir comentario

Comentarios

Todavía no hay comentarios

Crea tu propia página web con Webador