7. El excombatiente 222-235

Publicado el 23 de diciembre de 2021, 0:55

Son las diez y media de la noche. El portal del edificio está abierto. Da la impresión de que la gente duerme con las puertas abiertas. Golpeas tres veces con el picaporte en la vivienda de la Flaca. Esperas. Sientes ruido en el interior, hay alguien. Tres toques más. La puerta se abre.
—Ah, es usted, el cazurro —dice la Flaca, con la misma bata que por la mañana, abierta hasta el mismo lugar, con otro cigarro en la comisura del labio.
—¿Está su marido? Quisiera hablar un momento con él —la mirada de desconcierto de la Flaca te coge desprevenido.
—Vaya, es el primer huésped de la pensión que pregunta por mi marido.
¿No será usted marica?

—No, no es eso —niegas con una sonrisa—. Es que usted me dijo esta mañana que él había sido excombatiente. Me gustaría intercambiar algunas impresiones con él de aquella época.
—Lo que me faltaba, un cazurro facha —abrió la puerta del todo—. Pase, pase.
Te guía hasta una pequeña salita, en la que el excombatiente está sentado en una mecedora. Encima de la mesa, dos tazas de chocolate vacías y una bandeja que antes debía contener pastas.
—Bueno, don Gumersindo, yo le tengo que dejar. Ya sabe, mis obligaciones parroquiales y —es el cura gordo, que introduce pastas en los bolsos de su sotana.
—Vaya con Dios, padre. Y no se olvide de tenerme informado.
—Descuide, don Gumersindo. Que la paz os acompañe, hijos míos —y has de pegarte a la pared para que el cura pueda atravesar el pasillo hasta la puerta.
—Sindo —grita la Flaca—, tienes otra visita. Este es el señor…
—Juan Martínez, industrial — extiendes la mano, él hace lo mismo, pero sin moverse de la mecedora.
—Es el nuevo huésped, y quería hablar contigo de algo relacionado con la mierda de la División Azul.
—¡Un poco de respeto, Mariela! ¡Que soy tu marido! —dice el excombatiente, como haciéndose valer.
La Flaca se encoge de hombros, expulsa el humo de su cigarrillo, y murmura:
—Me voy a tomar una sidra mientras ustedes hablan. Si quieres algo —dice, dirigiéndose a su marido—, estoy en el chigre.
Y sale de la vivienda, sin un adiós, sólo el sonido del portazo indica que se encuentra ya en el descansillo de las escaleras.
—Siéntese, señor Martínez. Puede dejar el sombrero en el sofá. Tiene usted que perdonar los modales de mi esposa. Fue un error juntarme —ha utilizado el verbo juntar, ¿estarán realmente casados?— con una mujer mucho más joven que yo. Ay, mi santa María Rosa Lucrecia Carvajal de Dios —recoge de encima de la mesita del salón un retrato enmarcado en plata, en el que posa sentado. Sobre su hombro descansa la mano de su santa María Rosa Lucrecia, que se encuentra de pie, detrás de él—. Ella sí que era una mujer como las quiere Dios: educada, correcta, no pisaba un chigre si no era con su marido, nunca hablaba si yo no se lo indicaba y, además, tenía apellidos nobles —y fea como un demonio, piensas—. Don Germán me está realizando las gestiones para solicitar su beatificación. Es lo mínimo que puedo hacer por ella. En fin, no sabe lo que la echo de menos. Pero, diga, ¿qué se le ofrece?
—Verá, esta mañana, cuando vine a ver la habitación, su mujer me dijo que usted había sido combatiente en la santa cruzada —así, utilizando sus mismos términos—, e incluso que fue un héroe de la División Azul —es lo que él quiere oír, como nadie le había hablado en muchos años.
—Efectivamente —se inclina hacia adelante en la mecedora y recoge una pipa que reposa en la mesita del salón, y, colocándosela en la boca, comienza a aspirar y soplar, intentando que el fuego de la cerilla llegase al tabaco. Lo ha conseguido y, después de expulsar el humo, prosigue—. Yo estuve en la División Azul, en el frente ruso, luchando contra el comunismo.
—Pensé que, a lo mejor, usted me podría ayudar a localizar a un amigo al que le perdí la pista hace más de veinticinco años. Se le conocía por el nombre de camarada Camilo.
—Camilo, Camilo —se inclina hacia atrás en la mecedora, vuelve a colocar su pipa en la boca—. No, no recuerdo a nadie con ese nombre que estuviera en la División Azul. ¿Seguro que era de la Cuenca? —recuerdas que Carmen había dicho que eran dos chicos altos, jóvenes, luego no podían haber estado en la División Azul.
—Era de la Cuenca, pero no estuvo en la División Azul.
—Ah, ya me parecía a mí. Yo conozco a todos los que estuvieron en el frente ruso conmigo, y ese nombre no me sonaba.
—Él estuvo en la Falange, concretamente en la contraguerrilla contra los fugados. Yo le conocí hacia el año 51.

—O sea, en el Somatén Armado. Pues, no. No me suena nadie con ese nombre. Si me pudiera dar una descripción de él —poco tienes, sólo los cuatro detalles que te había aportado Carmen.
—Han pasado veintiséis años, supongo que habrá cambiado mucho.
—Dígamelo a mí. El tiempo no pasa en balde para nadie.
—En aquel tiempo, era delgado, moreno. Parecía más delgado de lo que en realidad era, debido a su estatura — esto lo estás añadiendo tú, Carmen no había dicho nada—. Siempre iba con otro camarada algo calvo del que no recuerdo su nombre. La estampa de ambos era muy parecida, pero el que tenía poco pelo siempre llevaba un anillo con una especie de rubí grueso en él.
—Alto y delgado, con un amigo muy parecido a él —sigue echado hacia atrás en la mecedora, con la pipa en los labios—. Y dice que estuvo en Falange hacia el 51…
—Y ayudando en la contraguerrilla a la Guardia Civil.
—Eso me ayuda poco, todos estábamos echando una mano a la Guardia Civil para capturar a los del monte.
—Incluso, estuve preguntándole al antiguo capitán, que ahora será ascendido a general, por él, al excelentísimo señor García Lozano — dices, para darle más credibilidad a tu relato.
—Ah, el señor Lozano. Cómo limpió los valles de todos esos malhechores. ¿Y dice usted que tampoco el general se acordaba de él?
—Sí se acordaba, incluso me dijo que les había prestado un gran servicio el localizar a un fugado que respondía al nombre de Tuco.
—Me acuerdo de Tuco. Era del grupo de Lobedu, de los fugaos de Santa
Bárbara. A ese y a su mujer, Carmen, se les terminaron pronto las ganas de seguir en el monte —te contienes, para no descerrajarle un tiro a bocajarro con la Tokarev—. A lo mejor no le recuerdo porque era de los jóvenes. De los que se incorporaron a última hora. Posiblemente universitarios.
—Ahora que lo dice, creo que Camilo tenía estudios —intentas animarle, para que siga hablando. Pero en realidad desconoces si eran o no universitarios.
—Entonces era de los jóvenes. Verá —tiene ganas de hablar—, con la derrota del III Reich, al Generalísimo le incomodaba mucho la existencia de la Falange. España estaba bloqueada, de ahí que a partir del 45 comenzó a desmantelarla él mismo. Yo creo que sobre el 47, la vieja guardia de Falange no éramos más que el hazmerreír de todos, hasta del propio Franco. Situación que se acentuó cuando en el 50, EEUU nombró embajador en España. A partir de ahí, todo vestigio de fascismo tenía que desaparecer. Había que presentar a España alejada de Mussolini o de Hitler. La Falange había muerto, la mató Franco —nunca has oído una versión de la historia como la que narra—. Pero, sobre el 50, comenzó un cierto auge en las universidades, las llamadas Falanges Universitarias. Intentaron revitalizar el espíritu falangista, pero no tuvieron éxito. Yo creo que su amigo Camilo tenía que pertenecer a esos grupos, por lo que usted me cuenta. ¿El general Lozano, no supo indicarle?

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