El origen de la Operación Gino, que culmina con las expulsiones de los hombres de la estación de la CIA en Madrid, está en la Agrupación Operativa de Medios Especiales del CESID, dirigida por Juan Alberto Perote. Después de haber pasado por los departamentos de Inteligencia Exterior y Contrainteligencia, Perote se hace cargo de la AOME en 1981. Llega a este organismo para sustituir al comandante José Luis Cortina, encarcelado por su implicación en el golpe de Estado del 23-F. Muchos de los hombres del servicio también han estado relacionados con la trama involucionista y Perote decide renovar el equipo y formar uno nuevo con hombres de su total confianza.
Uno de los agentes que reclama es Jesús R., con quien ha trabajado en una etapa anterior y a quien considera «muy buen elemento». Durante los primeros años de la Transición, Jesús R. ha estado destinado en la Presidencia de Gobierno, formando parte del equipo de seguridad de Adolfo Suárez. En esa época, el político abulense mantiene una excelente relación con los norteamericanos y goza de toda su confianza. Los contactos con la embajada son fluidos y constantes. En ese contexto Jesús R. también coincide frecuentemente con sus colegas de la estación de la CIA, en numerosos actos a los que acude acompañando al presidente de Gobierno. Sus visitas a la embajada son habituales. Cuando Suárez dimite, su equipo de seguridad se disuelve y Jesús R., en expectativa de destino, acude a la llamada del jefe de la AOME (Agrupación Operativa de Medios Especiales).
Una vez integrado en su nuevo centro de trabajo, el agente del CESID recibe la visita de uno de los funcionarios de la embajada con quien ha tenido bastante relación, Gino Rossi, que le ofrece colaborar con la CIA. Inmediatamente, Jesús R. informa a su jefe del asunto. «Me dice que los yanquis le han tirado los tejos y yo le contesto que se deje querer, a ver adonde vamos», recuerda Perote. Y la historia comienza a rodar. «Desde un punto de vista profesional, era muy interesante ver cómo manipulaban a mi hombre. Le daban datos sobre ETA, ya sabes, el clásico cambalache. Que si había venido un experto en explosivos, que si había bajado un camión con dinamita. Tenían una información sorprendentemente buena sobre lo que pasaba en el Norte. Así intentaban sujetar a Jesús para que colaborase con ellos.» La operación que ha puesto en marcha la CIA tiene como objetivo colocar micrófonos al vicepresidente de Gobierno, Alfonso Guerra, para tener controladas sus conversaciones y su vida privada.
El intercambio va subiendo de nivel y Perote considera que la madeja puede llegar a enredarse mucho, así que decide informar a su superior, el general Emilio Alonso Manglano, director general del CESID. «En realidad, una operación como esa le correspondía a Contrainteligencia y, lógicamente, yo se lo tenía que haber comentado al jefe de ese servicio, pero si lo ponía en conocimiento de ellos, se habría acabado la operación. Los norteamericanos tenían destinados allí a sus más viejos y fieles amigos, eran los que mandaban. Yo me podía cubrir un poco diciendo que el topo era mío, pero el asunto era complicado. Cuando le informo a Manglano, me dice: "No comentes esto con nadie". Fíjate si sabía cómo estaba la cosa.»
El general Alonso Manglano da su visto bueno a la Operación Gino. Al estar la CIA enfrente, hay que actuar con mucho cuidado, sólo con agentes de la AOME de absoluta confianza. Cuando se llega a un determinado punto, Perote decide tirar de la manta y pone al propio Manglano y al Gobierno contra las cuerdas, obligándoles a tomar una difícil decisión. «En otra época no se me habría ocurrido denunciar el asunto, pero lo que pretendían era muy grave», explica el antiguo jefe de la AOME. En ese momento, el jefe de Contrainteligencia es un coronel de Aviación, Francisco Ferrer, conocido con el nombre clave de Paco «Mesa». Cuando se descubre el pastel, Manglano y él llaman a Perote a capítulo, para intentar resolver el problema. «Les enseño las pruebas que tenía y, ante la evidencia, me hacen ver que conviene tapar el asunto, pero yo no trago. Yo ya me había convertido en el principal enemigo.»
Entonces, el jefe de Contrainteligencia, en su propia casa, ofrece una cena a los jefes de la CIA en Madrid para darles explicaciones de lo que está sucediendo y buscar alguna fórmula para salir del lío. «Les dice: "Hay un cabrón al que no controlo y es el que está liando todo"», relata Perote. «Aquello fue el mayor disparate del mundo. Que el jefe de Contrainteligencia invite a cenar a su casa a la CIA es la leche.»
Por fin, Manglano se ve obligado a remitir una carta de reproche a su homólogo en Washington, William J. Casey, diciéndole que tiene que retirar a toda la delegación de la CIA que actúa en Madrid éste le contesta con las pertinentes excusas. El asunto se lleva con mucha discreción y la prensa se hace escaso eco de él. Aparece una pequeña nota en los periódicos, sin informar exactamente de lo que ha sucedido. Esas escuetas referencias informativas, que no ponen el dedo en la llaga, le vienen incluso bien a Manglano, casado con una ciudadana norteamericana, para quitarse un poco de encima el sambenito de pro yanqui, sin enturbiar las relaciones privilegiadas que mantiene con Washington. A pesar de este incidente, la CIA no deja de enviarle una limusina con escoltas cada vez que se presenta en Estados Unidos de vacaciones.
Veintidós años después, el coronel Perote reflexiona sobre aquellos acontecimientos:
Yo en esa época era muy ingenuo políticamente, no tenía demasiados criterios de ese tipo, pero por una cuestión profesional, objetiva, me parecía mal que un servicio extranjero le pusiera un «canario» al vicepresidente del Gobierno español. Querían colocárselo en casa de su novia, y a mí me parecía una putada. No porque le tuviera la menor simpatía a Guerra. Y desde luego, él no me lo agradecerá nunca. Todo se hizo completamente al margen de la estructura orgánica. De espaldas a Contrainteligencia. Cuando un departamento entero tan importante como ése estaba en manos de los norteamericanos, no teníamos ninguna otra posibilidad.
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