V. NECESIDAD DE LA DEMOCRACIA EN EUROPA

Publicado el 24 de diciembre de 2021, 1:38

El Estado parlamentario, el anterior a la última guerra mundial, merece mención aparte. Mientras fue liberal y representativo, sin sufragio universal y sin separación de poderes, no pudo llegar a ser democrático. Y cuando quiso ser integrador de la voluntad política de las masas a través de los partidos, con el sufragio universal y la domesticación del movimiento obrero, dejó de ser representativo y parlamentario.

Bajo un sistema de predominio de la representación sobre lo representado, se hace creer a los gobernados que al obedecer al gobierno y a las leyes se obedecen a sí mismos. Y así, el engaño ideológico de las ideas liberales se convirtió en motor de la servidumbre voluntaria al régimen parlamentario de la oligarquía de notables. Y ahora, con el predominio de la voluntad estatal de los partidos, se hace creer al ciudadano que al obedecer al gobierno y a las leyes está obedeciendo a los jefes del partido con el que se identifica. Este engaño ideológico ha conducido a la servidumbre voluntaria en el
régimen de poder oligárquico del Estado de partidos.

La continuación del discurso griego sobre la democracia hay que buscarlo en las comunidades protestantes que izaron la libertad de conciencia como bandera ideológica en sus guerras de religión contra el absolutismo católico. La Monarquía constitucional dio la espalda a la filosofía política de los siglos XVI y XVII. La ruptura moral fue tan grande que hizo resurgir la teología de la insurrección, elaborada contra Jacobo I, en 1612, por el maestro de la «escolástica del barroco», el granadino Francisco Suárez.

La teoría del Estado católico se basaba en dos dogmas intangibles del mando soberano: indivisibilidad de la soberanía y absolutismo de la autoridad. La insurrección armada del pueblo dirigido por los parlamentarios, y el destronamiento de Jacobo II, imponen una dignidad elemental en la obediencia civil que rompe la concepción absolutista del mando político. Y la separación del legislativo, conquistado por el Parlamento, respecto del poder ejecutivo, que siguió en manos del monarca, rompió también el dogma católico de la indivisibilídad de la soberanía, para garantizar la libertad legislativa de los representantes del pueblo.

Consciente de que la ruptura del paradigma católico del Estado revolucionaba por completo el orden político tradicional, Bossuet pudo escribir en diciembre de 1688: «No hago más que gemir por Inglaterra.» El descubrimiento revolucionario de la Monarquía constitucional abre el camino a la democracia política en las Repúblicas de los grandes Estados modernos.

El derecho de insurrección y la separación de poderes anuncian la democracia en América. La práctica de Walpole, haciéndose nombrar primer ministro mediante el deshonesto control de la mayoría parlamentaria, anuncia la confusión de poderes y la oligarquía del Estado de partidos en Europa.

El divorcio congénito entre la libertad americana y la líbertad europea ha impedido la posibilidad de una teoría universal de la democracia. Los creadores de la democracia ideológica, Rousseau y Tocqueville, fracasaron en su intento. El primero, a causa de su rechazo de la representación política y de su utopía de democracia directa. El segundo, a causa de su confusión de la democracia con la igualdad de condiciones en las costumbres sociales.

Las distintas formas de gobierno producidas con reconocimiento de las
libertades públicas y civiles, pero sin libertad política, no son fases evolutivas de un mismo modelo, ni modelos diferentes de un mismo y
fantasmagórico tipo de democracia liberal. Sólo sería legítimo hablar de democracia liberal si existiera frente a ella algún tipo teórico o práctico de democracia socialista.

En fin, la oposición teórica de un régimen liberal a un régimen democrático tampoco permite obtener, como síntesis, la democracia liberal. El fracaso de esta síntesis se manifestó en el esfuerzo de C. B. Macpherson para construir una teoría de la democracia liberal, basándose en cuatro modelos históricamente sucesivos.

El primer modelo, fundamentado en la idea utilitarista de la protección
del hombre de mercado, pudo dar una justificación teórica a la práctica política del Reino Unido antes del Acta de Reforma de 1832, pero no a la vida política de la democracia en Estados Unidos, ni a la concepción otorgada o «regalista» del liberalismo francés y continental de esa misma época.

El segundo modelo, el programa ético del desarrollo de las capacidades individuales, fue una respuesta al temor despertado en la propiedad por el carácter presocialista del movimiento cartista en Inglaterra, y tuvo una influencia decisiva para la integración de la justicia social en el liberalismo anglosajón. Pero el doctrinarismo francés y las revoluciones presocialistas de 1848 lo hicieron inaplicable al continente europeo.

El tercer modelo, el del equilibrio competitivo entre elites políticas, el de Schumpeter, sólo tiene valor descriptivo de un mercado político que, como el mercado económico, no está regido por la ley de la oferta y la demanda, sino por la del oligopolio de los partidos estatales.

Y el cuarto modelo, el de la democracia participativa del propio Macpherson, no tiene valor descriptivo ni puede ser una teoría realizable de la democracia, a causa de la naturaleza alienada de la idea de participación en el poder político y del proceso de concentración mercantil del poder económico.

Sin alternativa teórica, el inevitable fracaso de la corrompida partitocracia dejará expedito el camino al oportunismo de los empresarios del poder o a inéditas aventuras autoritarias. Hay necesidad de una teoría del poder y del saber democráticos para poner coto al escepticismo moral de las «molleras sabias», que han puesto los medios de comunicación y las ideas dominantes al servicio doméstico de esas bandas de criminales en que se convierten los partidos cuando se hacen estatales, haciéndonos creer que ellos son los agentes naturales de la democracia.

Pienso, contra Coleridge, que no es políticamente malo «describir un sistema que carece de atractivos excepto para los ladrones y asesinos, y no tiene otro origen natural que el de las mentes de locos y mentecatos, si la experiencia prueba que el peligro de ese sistema consiste en la fascinación que ejerce en espíritus nobles e imaginativos». Hace falta en Europa una teoría de la democracia para eliminar, al menos, ese peligro. Aun sabiendo que para superar la crisis no son argumentos lo que necesitamos, sino valor para confiar el porvenir a un principio moral tan determinante como el de la confesión de la verdad criminal por los gobernantes y medios de comunicación corrompidos. Pero «la sociedad conspira por doquier contra la hombría de cada uno de sus miembros» (Emerson). Y la acción de rebeldía ha de suplir la imposible catarsis de la confesión de los poderosos.

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