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Publicado el 21 de diciembre de 2021, 22:48

No estará de más recordar que Carrillo fue nombrado ministro por el presidente Diego Martínez Barrio, el 1 de abril de 1946. De lejos le viene, pues, a Carrillo su apetito ministerial. En esos años, Carrillo no tenía ninguna prisa en la salida democrática para España. Los máximos dirigentes conocidos del Partido eran otros, y en una situación de desarrollo normal del Partido, él no tenía ninguna posibilidad de llegar a la Secretaría General. Él lo sabía, y por eso lo que le interesaba era ganar tiempo y posiciones con el método maniobrero que le es propio, ir deshaciéndose del máximo de futuros oponentes a sus planes.

¿Para qué sirvieron esos Gobiernos? Para nada útil. ¿A qué fue Carrillo a ese Gobierno? ¿A combatir para que adoptase una línea de lucha, de reconocimiento y apoyo a las guerrillas y a las otras formas de verdadera lucha en el país? ¡Ni hablar! Carrillo utilizó el movimiento guerrillero para conseguir sus objetivos personales y no la victoria del pueblo. En la época de las guerrillas consiguió ser ministro de un Gobierno que no quería ni oír hablar de la lucha guerrillera. En esos años, 1945−1946, cuando lo que hacía falta era volcar en la lucha armada el máximo de medios posible, todo lo que preocupaba a Carrillo es ser un buen chico en un puesto de ministro del Gobierno republicano. Ahora aspira a algo más «elevado», a ser ministro en un Gobierno de derechas.

En 1945, al encontrarnos en Francia los cuadros dirigentes del Partido — separados desde 1939—, pudimos, y debimos, hacer el análisis que no se hizo en 1939, agregando a ese examen el del período comprendido entre 1939-1945. Si lo hubiésemos hecho así, quizá habríamos comprendido cuál era la situación del problema español en aquel momento y qué podíamos y debíamos hacer y, sobre esa base, elaborar una línea política correspondiente a esa situación.

En aquel momento hubiese sido lógico examinar la actividad del Partido durante esos seis años, lo mismo en España que en toda una serie de países en los que teníamos núcleos importantes de camaradas. Y hubiera sido obligatorio, asimismo, un examen de cómo había cumplido cada miembro de la dirección del Partido con sus deberes en los lugares en que había trabajado durante los seis años de separación.

Entonces se hubiese visto que la conducta y el comportamiento político y moral de la inmensa mayoría de los militantes de nuestro Partido, lo mismo en Europa que en América, en África y sobre todo en España, había sido ejemplar, mientras que la conducta y el comportamiento de una parte de los dirigentes en la emigración había dejado bastante que desear. Dolores Ibárruri, Carrillo, Mije, Antón, Delicado, son buenos ejemplos de lo que decimos, aunque no eran los únicos.

Si un tal examen se hubiera hecho, a más de uno se le habrían bajado los humos de gran señor, entrando en la nueva etapa con una conducta política y moral a tono con lo que debe ser un dirigente del Partido. Nada de eso se hizo y así marcharon las cosas.

Todo examen serio fue ahogado. Había muchas cosas sucias, muchas cobardías que los que debían hacer el examen tenían interés en ocultar. Y, lo mismo que luego, la alianza para la conspiración del silencio se hizo a costa del Partido.

Sí, debieran haber sido examinadas muchas cosas y conductas, algunas de las cuales no hago más que apuntar aquí, pero que un día, cuando se haga la verdadera historia del Partido, habrá que tratar con toda la profundidad que merece y hacer sobre ellas toda la claridad necesaria.

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