4. Alejandría, año 384 (100-110)

Publicado el 22 de diciembre de 2021, 5:59

Tenía grandes ojos negros. El espejo le devolvía una mirada melancólica, mientras la esclava cepillaba una y otra vez su negra y sedosa melena, antes de trenzarle el pelo y recogerlo alrededor de su cabeza con una cinta de seda dorada.
Hacía algunos meses que Hipatia había dejado de ser una niña para convertirse en una mujer cuyos atractivos no dejaban de aumentar. Su cuerpo había ganado en esbeltez, su estrecha cintura acentuaba la curva, cada vez más pronunciada, de sus caderas. Su cuello era largo y sus hombros se habían redondeado, al igual que sus pechos. Tenía una piel delicada y suave. A sus trece años era una de las jóvenes más hermosas de Alejandría y, desde hacía mucho tiempo, el orgullo de la casa de Teón.

Hipatia, que perdió a su madre cuando apenas había cumplido los tres años, en un parto frustrado que le hubiese proporcionado un hermano que jamás tuvo, se había convertido en la niña de los ojos de su padre, a quien colmaba de felicidad no solo su belleza, sino la despierta inteligencia que, desde fecha muy temprana, se había revelado en ella.
Su capacidad para las matemáticas había causado asombro al segundo de sus maestros, un liberto llamado Apolonio, que su padre había contratado cuando Hipatia cumplió los siete años para enseñarle rudimentos de geometría, música, retórica y gramática. Seis meses después de haberse hecho cargo de su educación, Apolonio dijo a un asombrado Teón, por entonces enfrascado en la redacción definitiva de sus comentarios al Almagesto de Ptolomeo, que nada más podía enseñarle a la pequeña.
—¡No puedo creerlo! —exclamó asombrado.
—Es la pura verdad, Hipatia es como una esponja que lo absorbe todo. Nada más hay que yo pueda enseñarle.
—¿Ha resuelto ecuaciones?
—Hasta las de segundo grado, y en geometría conoce todos los postulados de Euclides. Resuelve los problemas con tanta facilidad que hace unos días acudí a Sinesio, el matemático que trajeron de Rodas para enseñar en el Serapeo por indica…
—Sé quién es Sinesio de Rodas — lo cortó impaciente.
—Le pedí que me facilitase algunos problemas, acompañados de las correspondientes soluciones para ver cómo se desenvolvía.
—¿Los ha resuelto?
—Sin la menor dificultad.
Teón se acarició el mentón. Jamás hubiese pensado que aquella niña, cuyo nacimiento tantos sinsabores le trajo, fuese a llegar tan lejos.
—Hipatia es una niña muy especial.
Teón quiso experimentar entonces por sí mismo hasta qué punto estaba Apolonio en lo cierto. Ordenó que en el patio principal de la casa, junto al impluvium, se colocase una bañera llena de agua hasta la mitad.
Entre la servidumbre circulaba el rumor de que el amo quería poner a prueba la inteligencia de su hija. Teón mantenía en secreto lo que había pensado hacer, dando lugar a toda clase de conjeturas. Nadie estaba dispuesto a perderse el acontecimiento. Apolonio había alabado tanto la inteligencia de la pequeña que todos estaban interesados
en saber qué se proponía su padre. En la cocina y en los lavaderos no se hablaba de otra cosa; algunos pensaban que Hipatia no superaría la prueba, incluso se habían cruzado apuestas.
La tarde era luminosa. Teón estaba sentado en un sillón de mimbre cuando Hipatia fue conducida por Apolonio a presencia de su progenitor. La servidumbre se agolpaba expectante. La niña besó a su padre en la frente y se quedó de pie ante él. Teón no se anduvo con preámbulos.
—Tú sabes que la experiencia nos dice que los cuerpos se comportan en el agua de modo diferente. Si colocamos un trozo de lienzo comprobamos que permanece en la superficie, los tejidos flotan.
Se levantó de su asiento, tomó un trozo de lienzo que había junto a otros objetos sobre una mesa y lo dejó caer en el agua de una bañera. Se empapó rápidamente, pero permaneció en la superficie.
—¿Lo has observado? —preguntó a
su hija.
Hipatia asintió.
—Si tomamos un trozo de madera, comprobamos que ocurre algo parecido, la madera también flota.

Teón depositó en la bañera un dado de madera que también permaneció en la superficie del agua. Repitió a su hija la misma pregunta:
—¿Lo has observado?
—Sí, padre.
Después cogió un denario de plata y lo colocó en una pequeña balanza que había sobre la mesa. Pidió a su hija que comprobase su peso.
—No olvides esa cantidad —le recomendó antes de dejar la moneda con mucho cuidado sobre la superficie del agua y comprobar que se hundía hasta el fondo.
Hipatia no pestañeaba, pendiente de cada detalle.
—¿Lo has observado?
—Sí, padre.
Teón tomó entonces otro dado de madera idéntico al que flotaba sobre el agua y se lo entregó a la niña.
—¿Quieres pesarlo?
Hipatia obedeció y su padre le preguntó:
—¿Cuánto pesa?
—Lo mismo que el denario.
—¿Lo mismo? —le preguntó, aparentando sorpresa.
—Sí, padre.
—¿Estás segura?

—Completamente.

—Muy bien, Hipatia. Entonces, quiero que me respondas a una pregunta: si pesan lo mismo ¿por qué el dado flota y la moneda se hunde?
La niña se quedó mirando fijamente la bañera donde el trozo de lienzo y el dado de madera se mantenían en la superficie, mientras la moneda de plata reposaba en el fondo. Miró a su padre y le dedicó una deliciosa sonrisa, que lo estremeció de placer. Teón se arrepintió de haber prestado hasta entonces tan poca atención a su hija. Había bastado un gesto para que quedase rendido ante la hermosura de la niña. Pensó que había ido demasiado lejos con aquella prueba: solo un talento como el de Arquímedes había sido capaz de resolver dicha situación, e interpretó la sonrisa de Hipatia como la forma de darse por vencida. En el patio, donde se agolpaba casi medio centenar de personas, el silencio era absoluto; algunos de los presentes contenían la respiración.

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