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Publicado el 25 de diciembre de 2021, 8:55

Hipatia metió la mano en la bañera, cogió la moneda y también el dado que flotaba; los sopesó cuidadosamente.
—Pesan lo mismo, pero no tienen el mismo volumen. El dado ocupa más volumen de agua que la moneda, por eso no se hunde. Eso explica que un barco, aunque pese mucho, flote, pues desplaza un volumen de agua muy grande.
El silencio de los presentes se mantuvo expectante durante unos segundos, la mayoría no comprendían la totalidad de lo que Hipatia había dicho, aunque sabían que un barco pesaba más que un denario y no se hundía. Todos los ojos estaban pendientes de Teón.
El astrólogo, impresionado porque aquella niña de siete años había deducido, sin saber física, uno de los principios fundamentales de las leyes que regían la naturaleza, se levantó y abrazó a su hija en medio de un coro de aplausos y exclamaciones.
Al día siguiente Teón contrató al viejo Anaxágoras como maestro de Hipatia para que la iniciase en los principios de la filosofía neoplatónica, y a Pármeno, reputado como uno de los mejores matemáticos de Alejandría, para que le enseñase hasta el último de los secretos de aquella disciplina.
A los diez años la jovencita había emocionado a Pármeno cuando le mostró que era capaz de resolver ecuaciones diofánticas; por su parte, Anaxágoras comunicaba a su padre que podía debatir con cualquiera de los sofistas que disertaban en el Ágora. Estaba dispuesto a apostar su propia libertad, afirmaba el viejo filósofo lleno de orgullo, de que vencería dialécticamente a cualquiera de ellos, a pesar de los trucos con que asombraban a la concurrencia que a diario acudía a verlos disputar por el placer de escuchar los rebuscados argumentos que ingeniaban sus retorcidas mentes.

 

—Estás bellísima, mi ama —le susurró la esclava al oído cuando terminó de peinarla—. Vas a causar sensación.
Hipatia había ido muchas veces al teatro, pero hasta entonces había acudido con otras jovencitas de su edad, a ver representaciones de comedias. Llevaban una merienda e iban al cuidado de esclavos. Las representaciones a las que asistían eran infantiles, pero aquella noche era diferente, pronto cumpliría catorce años y sería la acompañante de su padre. Eso significaba que Teón la consideraba una dama y su asistencia a un acontecimiento público daba a entender que a partir de aquel momento sería socialmente tenida como tal.
Cintia, la esclava, dejó que su joven ama se recrease ante el espejo, pero el tiempo que dedicó a mirarse en la pulida superficie de bronce fue mucho menor del que ella esperaba.

—Creo que ahora tienes que maquillarme —comentó Hipatia.
A la perspicacia de la esclava no escapó el tono de aburrimiento que desprendían las palabras de la joven.
—Lo dices como si fuese una penosa obligación.
—No me gusta el teatro.
—¿Como a los cristianos?
Hipatia la miró ofendida.
—¡Mis razones son muy diferentes!
Ellos lo rechazan, si pudiesen cerrarían los teatros y prohibirían las representaciones. A mí, simplemente, me aburre.
—¿Por qué dices eso si nunca has asistido a la representación de una tragedia?
—He leído muchas y todas me parecen iguales. Sus autores cambian el decorado, los personajes y el asunto, pero siempre responden a los mismos esquemas: plantean un asunto, lo embrollan y en los tramos finales buscan un desenlace.
—Las tragedias no están hechas para ser leídas, sino para llevarlas a la escena. En el teatro cobran su verdadera dimensión. Allí, la interpretación acompañada de los cantos y la música, la convierten en algo mágico. El actor crea su propio personaje, se lo arrebata al autor. Es el actor quien lo llena de vida, al prestarle su cuerpo y dotarlo de voz propia. —Cintia apenas podía contener la emoción.
—¿Has asistido al teatro?
Hipatia tuvo que repetir la pregunta.
—Sí, mi ama, hace años fui actriz.
—¡Cuéntame eso!
—No tenemos tiempo, mi ama. Tu padre aguarda.
Hipatia insistió.
—Mi padre era el empresario de un pequeño teatro de Atenas donde hacíamos mimo y, de vez en cuando, representábamos alguna tragedia de los grandes. Jamás olvidaré cuando interpreté el papel de Yocasta en Edipo Rey de Sófocles.
Hipatia la miró sorprendida y comprobó que una lágrima corría por la mejilla de Cintia. Aquella esclava llevaba poco tiempo en la casa y en apenas un año se había hecho un lugar entre la servidumbre. Era muy significativo que la estuviera ayudando a vestirse; ejercer dicha función suponía el acceso a la intimidad de los amos, en lugar de estar atizando los fogones en las cocinas, lavando en la alberca o trabajando en los jardines. Cintia era una mujer hermosa, estaba en el esplendor de la madurez y su belleza era serena. Hipatia sabía que su padre le tenía aprecio, pero había pensado que era debido a que algunas noches le calentaba la cama. Teón, después de la muerte de Pulqueria, no había contraído nuevas nupcias. A pesar de ello, Hipatia apenas sabía nada de Cintia: vivía inmersa en su mundo, donde no había lugar para lo que no fuese aprender, experimentar o elucubrar. Estaba tan abstraída con sus estudios que no prestaba atención a las cuestiones domésticas.
—Por lo que acabas de decirme, tú eras libre.
Cintia asintió al tiempo que se secaba las lágrimas con el dorso de la mano.
—Cuéntame cómo llegaste a mi casa.
—Es una larga historia y no disponemos de tiempo. Tu padre no me perdonaría que no estuvieses arreglada a la hora de partir.
Hipatia le tomó la mano, la miró a los ojos y con su dedo limpió otra lágrima que asomaba en el párpado.
—Quiero saber quién eres —lo dijo de una forma que no admitía réplica—. Háblame de ti, mientras me vistes.
Cintia le contó su historia. Nació en Atenas y allí creció en los escenarios, que entonces vivían una prolongada decadencia. Su padre, un apasionado de la tragedia griega, pugnó por mantener viva la llama del teatro hasta que se arruinó. Las deudas eran tan grandes que él y toda su familia pagaron con lo único que les quedaba.
—¿Te vendieron como esclava?
—Sí. Mi padre me dijo que huyera, pero decidí ligar mi suerte a la de mi familia. Una estupidez, porque a los pocos días nos habían separado.
—¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó Hipatia, ajustándose el ceñidor sobre la túnica.
—Hace ahora tres años.

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