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Publicado el 22 de diciembre de 2021, 16:07

Debió ceder: los fríos ojos continuaban fijándose en él, sin emoción, sin vida. Tras la llegada del rey Grimaldo, el emperador bizantino fue derrotado y huyó. Finalmente, Roma. El senado y el pueblo romanos lo recibieron con gran pompa. Almorzó con el papa Vitaliano en el oratorio de San Juan de Letrán. Constante II se dispuso a llevarse las estatuas de la ciudad. Incluso mandó quitar las tejas doradas que recubrían el techo y la cúpula del Panteón. Intentó que perdonasen sus saqueos ofreciendo donativos a las iglesias. El más importante fue el mosaico de san Sebastián, que entregó a la iglesia de San Pedro Apóstol en Vincoli. Recordaba las carcajadas del emperador durante el viaje a Roma, cuando lo evocaba:
—Verás, Aser. Permanecerá aquí en los siglos futuros como una típica obra de arte bizantino. Y probablemente nadie imaginará que la ha hecho un romano.
Aser no hacía más que comparar el esplendor de Bizancio con la pobreza material e intelectual de Roma. Y pensaba en Ananías. ¿Aquél era el Occidente que debía heredar el saber de Oriente? A medida que pasaban los días, las dudas lo asaltaban.
—La decepción y la duda se reflejan en tu rostro, hermano Aser. Te habías hecho demasiadas ilusiones con este viaje, ¿verdad?

Aser no dijo nada. Ni siquiera advirtió la llegada de aquel hombre, tan absorto estaba en sus pensamientos. Se levantó para saludarlo fraternalmente.
—Sí, mi buen amigo, no puedo ocultar la verdad. Pero he tenido la ocasión de conocer Roma y a vos. Sólo con esto me considero satisfecho.
Los ojos negros del recién llegado adoptaron una expresión amigable.
—Hermano Aser, unes un gran intelecto a un gran corazón. Y te lo agradezco. Pero mi mente es libre, mi ánimo desconoce la soberbia y sé reconocer mis limitaciones. Poseo una erudición elemental, mientras que la tuya linda con la genialidad. Me daré por satisfecho si al menos pudiese mostrarte algún manuscrito valioso, mas, como puedes ver, nuestra biblioteca es bien mísera. En Montecassino he podido comprobar que los libros son objetos de lujo, bien encuadernados y bellos de ver, pero pocos hay de ciencia. Esto es lo que ha dejado el gran Imperio Romano: escombros, ignorancia y miseria. ¿Querrías mostrarme cómo se ha realizado la imagen votiva de san Sebastián?

Entraron y se detuvieron para observar el mosaico. El calor asfixiante del verano no conseguía penetrar en la iglesia. Hacía fresco. Aser sintió un escalofrío: experimentó un malestar desconocido, semejante al que había vivido en Benevento cuando vio aquellos ojos verdes. La vista del lago de Nemi compensó a Aser del cansancio del viaje y el calor. La luz violenta del sol creaba reflejos purísimos sobre el espejo azul. Ya habían visitado la desembocadura del afluente que conducía al valle Aricina. Ahora se dirigían hacia el castillo. De vez en cuando se detenían para observar los montones de granates, los peñascos de lava, sílice y piedra pómez. Discutían sobre cuánta roca pudo llover, aunque, ya en época de Livio, el volcán se había extinguido.
—Hermano Aser, querría mostrarte ahora el lugar donde se dan esas explosiones subterráneas. También se han observado columnas de fuego que emergen de improviso. Si ocurriese en otro sitio, no dejaría de ser una curiosidad. Pero aquí, donde una vez hubo un volcán, es distinto. Me has comentado que, en tu tierra, fuiste a ver un fenómeno similar y descubriste su origen. Ahora podías buscar alguna semejanza.
—Cierto, nos encontraríamos con el mismo fenómeno —repuso Aser, mientras la incertidumbre afloraba en su rostro—. Pero creo que se produce durante el verano, cuando el calor es más intenso. Se trata, sin duda, de vapores y partículas sulfurosas subterráneas que se inflaman y producen los estallidos que habéis oído. Y no es casual que sean más frecuentes en pleno día que durante la noche, cuando el aire es más fresco.
Se acercaron a un trozo de tierra sin cultivar. Al lado de un cerezo, había un angosto agujero, en el terreno.
—¿Seríais capaz, hermano Aser, de entrar en esa cueva?
—Por supuesto, amigo mío. En el peor de los casos, será la morada del diablo y… ¡podremos ver al fin cuál es su verdadera cara!
—¿Quieres darme la bolsa para moverte con mayor comodidad? — preguntó el religioso al joven.
—No, se lo agradezco.
Y como si quisiera asegurarse de ello, apretó la hebilla de bronce con los dedos. Después, entró por el angosto agujero.
Luego el cielo se oscureció y lo engulleron las tinieblas.

La noche avanzaba. La luz violenta del sol fluctuó de improviso: un desgarro entre las nubes… No, un agujero en la tierra. Un fuerte dolor en la cabeza. El calor de la sangre en un oído… en una mejilla. Aser recuperó el conocimiento. Se encontraba cubierto de hojas secas, ramas y maleza. Tenía las manos atadas detrás de la espalda, y los pies también. Lo habían atado de pies y manos. Tuvo ganas de vomitar. El olor del azufre lo sofocaba.
El hombre se presentó en el agujero. En su rostro había desaparecido todo rasgo de lealtad o bondad: dos ojos negros, fríos como el hielo, observaban a Aser.
—En verdad, verás el rostro de Satanás.
Incluso su voz había cambiado: fría, sin entonación. Mostró al joven los dos manuscritos.
—Ingenioso, debo reconocerlo. A primera vista, no supe qué hacer con ellos. Pero debía de haber algo importante. No podía ser de otro modo, pues no te has separado de ellos ni un instante. Ahora he de examinarlos con atención, aunque ya he visto bastante: ideas e invenciones geniales. Demasiado geniales. Te debo al menos una explicación —tragó saliva; entreabrió los labios con una mueca—. Te proponías dividir, despedazar, repartir el poder entre el pueblo. Se trata de una revolución y morirás como un héroe revolucionario. El papa Gregorio Magno estaba consternado al ver qué había sido de Roma, que en sus tiempos era una guarida de leones dispuestos a conquistar el mundo. Y tenía razón. Si Roma se agarró a la navichuela de Pedro fue para no perder su imperio agonizante. Por eso nos vimos obligados a entregar a las llamas la biblioteca y la Escuela de Alejandría. San Agustín dijo estas precisas palabras: «Si los filósofos paganos han pronunciado en alguna ocasión verdades útiles a nuestra fe, sobre todo los platónicos, no hay por qué temerlas, aunque es preciso arrebatárselas a quienes las detentan ilegítimamente». ¿Lo entiendes ahora? Roma volverá a ser la guarida de leoncitos que partirán para conquistar el mundo. Pero no serán legionarios paganos, sino sacerdotes y obispos cristianos. Hay que vigilar, pues no siempre los jerarcas de nuestra Iglesia prestan atención a este objetivo. Uno de ellos es el buen Vitaliano. Pero no hay nada que temer. Serán pocos y a su lado siempre habrá hombres de confianza que no perderán de vista el objetivo final. Nuestra corte será la más esplendorosa y nunca más volveremos a mendigar un lugar de culto para glorificar la grandeza de Dios y de la Iglesia, tal como tuvimos que hacer con el Panteón. Nos hemos visto obligados a transformar un templo pagano y callar y aplaudir a tu emperador mientras expoliaba el tejado —alargó las manos y fijó su fría mirada sobre el rostro ensangrentado de Aser—. De manera simbólica, tomo estos manuscritos como un gesto sacro, del mismo modo en que los judíos llevaron desde Egipto los vasos de plata, oro y piedras preciosas con las que construyeron el tabernáculo. El fuego que consumirá tu cuerpo acabará también con el mundo de la investigación, el conocimiento, la duda creativa, la protesta, la rebelión y, en suma, la revolución. Será el triunfo de un sólo dios: el mío. El dios romano conquistará el orbe y, para que ello ocurra, las mentes de los hombres deben ser puras, libres, dispuestas a aceptar sólo a nuestros ángeles, a nuestros demonios, a nuestras esperanzas, tal como les indicaremos. El hombre no debe pensar, sino seguir a la grey. El mundo se convertirá en un inmenso rebaño de mansas almas cristianas que nosotros, los sacerdotes, depositarios de la Verdad y de la Palabra de Dios, conduciremos a su salvación eterna — abrió aún más los ojos y los fijó en Aser de manera despiadada—. Por todo ello debes ser sacrificado. Nadie debe turbar a este espléndido pueblo, a esa mansa grey que trabaja al son de nuestras campanas. Debes ser sacrificado porque has optado por el Mal: has usado tu voluntad, has tomado decisiones sin tener en cuenta la guía de la Iglesia y, por supuesto, del mismo Dios. Tu emperador ha inmolado a mi papa, Martín, en el Quersoneso Táurico. Ha escogido el lugar más indicado, allí donde se honraba a Diana con la sangre de los extranjeros que se acercaban a aquellas tierras. ¿Sabes dónde nos encontramos ahora, verdad, Aser? Sobre los restos del templo de Diana. Como entonces, también hoy el forastero ha sido derrotado en su duelo con el sacerdote. Y así tomo posesión de estos textos de saber pagano, del bosque y del reino. Y no temas: también hemos pensado en tu emperador. Aser, el duelo que hemos entablado ha sido desigual, pero no había otra manera. Desde el principio ya se sabía quién vencería. Y así será. Por los siglos de los siglos. El saber y el poder recogidos en estos libros nunca hallarán la victoria mientras estén en nuestras manos.
Aser estaba aterrorizado no sólo por la idea de que había fracasado en su empresa y de que su muerte era inminente, sino también por el tono de voz seco y helado de aquel hombre y, sobre todo, por la frialdad de sus ojos.
Lo último que vio fue la hebilla de bronce con dibujos dorados.
El hombre prendió fuego a la oquedad. Las llamas, violentas, se extendieron por las hojas y el ramaje. Comenzó a oler a azufre.
Después, envolvieron el cuerpo del joven.
Las llamas me martirizaban. Aullaba. No podía hacer nada para acabar con aquel suplicio. Gritos desesperados ardían en mi garganta. En aquel infierno monstruoso, en medio del horror de la carne viva que ardía, se oía un lamento:
—¡Giordano, Giordano!
Hubo un estallido de desesperación y tormento. ¡Llamaban a otro hombre!
—¡Giordano…! ¡Giordano…!
Las llamas parecían vacilar; en mi oscuridad entró un poco de luz. La faz arrugada de un anciano, dos manos que me sacudían, una voz que continuaba llamando a Giordano. Al final, las lenguas de fuego se desvanecieron en mi mente.
—Por todos los diablos. ¿Qué pasa, viejo?
—¡Loado sea Dios! —dijo con el rostro desencajado y una mirada de espanto—. Por fin he podido librarte de semejante íncubo. Pero ¿qué diablos estabas soñando? Siempre he dicho que los números acabarían por enloquecerte. ¡Y mira! ¡Se está cumpliendo!
Me erguí un poco. En el camino sólo había cenizas. Aún hacía frío, pero estaba completamente sudado y jadeaba, asustado. Por la ventana se filtraban las primeras luces del alba. Estaba feliz de no haberme quemado, aunque no le conté nada al viejo. Girolamo salió a la nieve y volvió con un buen tronco y unas cuantas ramas. Atizó el fuego y puso a calentar una olla con vino tinto.

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