Capítulo III (51-55)

Publicado el 25 de diciembre de 2021, 9:27

Se me habían dormido los brazos. Deslicé las manos por detrás de la nuca e hice crujir la paja del jergón. Esta vez Girolamo dejó de roncar y se volvió hacia mí. El alba de verano, que también había irrumpido en el interior de la cabaña, mostró una cara extrañamente tranquila, libre de cualquier rastro sombrío.
—Viejo, ahora por fin puedo desvelártelo. El mosaico de san Sebastián no fue donado en 1071, ni tampoco durante la gran peste de 600 y menos durante la de 680 —Girolamo me miraba confundido—. Fue una donación del emperador bizantino Constante II al papa Vitaliano durante su visita a Roma. Probablemente lo instaló en la basílica de San Pedro en Vincoli un joven armenio llamado Aser, discípulo del gran matemático armenio Ananías de Shirak.
Ahora Girolamo me observaba circunspecto. Sus arrugas se abrieron en una sonrisa.
—Y seguro que podrías decirme el día, el mes y el año en el que ocurrió este acontecimiento que cambió el curso de la historia.
—A finales de julio. El 22 del año 663, más o menos.
Al decirlo, me sentí un poco desconcertado. También el anciano se dio cuenta de la coincidencia.
—Es decir…
No dejé que prosiguiese:
—Ayer estábamos a 24 de julio, pero con la corrección del calendario de Albatenio, era el 22. El 22 de julio de hace cinco siglos.
En su rostro reseco afloró una expresión burlona:
—En estos últimos tiempos, has llevado una vida infernal: el castillo, el campo, los pergaminos… y el estudio. Primero las matemáticas y, ahora, ¡la física y la mecánica! Has tirado demasiado de la cuerda, hijo.
—Pero no, no tiene nada que ver con todo esto. Nada en absoluto — continué palpando nerviosamente el jergón con una mano temblorosa— y ni siquiera acierto a explicarte por qué te había ocultado el sueño. Creo que ha llegado el momento de contártelo. ¿Te acuerdas de aquella noche, hace ya tantos años? ¿Una tarde de invierno en que sacaste de aquel tratado de filosofía todas aquellas hojas extrañas?
—¿Aquella en la que se te ocurrió la genial idea de cambiar un tratado de matemáticas por un brasero? —Gruñó secamente.
—Esa misma, viejo. Pero ahora escucha y procura tener cerrada tu bocaza —y le conté, a grandes rasgos, el delirio en el que me ensimismé tanto tiempo atrás.
Cuando terminé la narración, sólo su mirada parecía distanciarse un poco de su aspecto socarrón.
—Te has inventado todos esos nombres: Ananías de Shirak, ¡un armenio! ¡Pobre Armenia! —Y dilató las comisuras de sus ojos, apretando los labios y escupiendo al suelo.
Las palabras del viejo me habían impresionado. Casi todos aquellos nombres me eran desconocidos. Sí, los había leído en aquellas hojas arrancadas, aunque en ninguna otra parte había oído hablar de Ananías, Paulisa, Aryabhata o Brahmagupta. Girolamo tenía razón: ¿era posible que sus obras jamás llegaran en Occidente? Y, sin embargo, los colores, las sensaciones de aquel sueño, las montañas de Armenia, el puerto de Bizancio, los manuscritos…
—Viejo, aquellos apuntes que tomaste hace tantos años, ¿recuerdas? De donde aprendí los nuevos números, las nuevas cifras y el cero… Con los que comencé el libro que vendí al pisano: nunca has sabido decirme de qué libro los copiaste.
—Pienso que se trataba de uno de los textos guardados en aquel maldito armario en el segundo piso de la torre sarracena.
—¿No te suena un palimpsesto con el Antiguo Testamento, desde el primer Libro de los Reyes al segundo de los Paralipómenos?
Su rostro arrugado adoptó un aire ascético. Negó con la cabeza. Me sentí derrotado. Luego recordé: Titus Maccius Plautus
—Tito Maccio Plauto.
—Plauto —los ojos del viejo se iluminaron—. ¡Sí! ¡Era un texto con muchas comedias de Plauto! Pero no era un palimpsesto. ¡En absoluto! El que tuve entre las manos era bastante reciente. Recuerdo la caligrafía: una carolingia menuda muy clara… Pero no era un palimpsesto, te lo aseguro. Encoladas al final… Sí, estaban cosidas al final del libro.
—¿Y a santo de qué, viejo, los apuntes de matemática, completamente revolucionarios, en lengua griega, se habían escrito en los márgenes de algunas comedias de Plauto escritas en latín?
Sus ojos, sanguíneos, se hicieron oblicuos y su mirada se dilató:
—Bah, ahora me acuerdo de que eso me llamó la atención también a mí, pero nunca he vuelto a tener la ocasión de echar un vistazo a aquel armario con dos cerraduras. Siempre está cerrado y es robustísimo. Pensaba que lo utilizarían para guardar cálices de oro y preciosos relicarios. Tú, en cambio… ¿Tu cabeza sopesa la idea de que pueda albergar libros tan valiosos y peligrosos que no desean tenerlos en la biblioteca de la planta baja? ¿Insinúas que no se fían de nosotros aun creyendo que somos iletrados?
—Sí, viejo. Comienzo a pensar que pasa eso precisamente.
Girolamo se mesó los cabellos y frunció el ceño, y añadió más arrugas a las muchas que surcaban su reseco rostro.
—Tal vez tengas razón. He visto a los señores monjes ordenar, limpiar, encuadernar… Y siempre lo han hecho a solas. ¡Y sólo con los textos guardados en aquel armario! Sin embargo, todos los demás libros de la biblioteca están bajo nuestra custodia. No se puede negar que es algo extraño.
Nos miramos a la cara, atónitos. Fue Girolamo quien, en ese momento, me rogó que le explicase de nuevo todo mi sueño. También él quería ver claro a propósito de aquella frase.
—¿Qué frase, viejo?
—Ésa de «¿A qué viene tanto interés por esto, con la de cosas bellas que hay en esta basílica?».
Retomé la historia desde el principio. Esta vez sin omitir ningún detalle, desde el ocaso en las montañas de Armenia hasta el momento en que el sacerdote quema vivo al joven Aser.
—Viejo, tú conoces bien la historia. ¿Qué final tuvo el emperador Constante II?

—Desde Roma fue a Siracusa para establecer su sede, tras haber visto cómo se desvanecía su sueño de reformar el imperio. Cinco años después, siempre en el mes de julio, fue asesinado mientras tomaba un baño. Dicen que fue su chambelán, un tal Andrés, hijo de Troilo, quien le asestó un fuerte golpe en la cabeza. También se mencionó una conjura. No se sabe nada más, pues no se volvió a saber nada de ese Andrés.
No conseguía escapar del hielo de aquellos fríos ojos verdes que continuaban fijándose en Aser.
—Y dime, viejo, ¿quién era el conde Trasmondo de Capua? ¿Por qué Aser sintió tanto miedo? ¿Qué tiene que ver con toda esta historia de muerte, iglesias y papas?
—¡Malvado espíritu del Averno! Trasmondo… Trasmondo de Capua. Obtuvo el ducado de Spoleto en el año 663 de mano del rey de los longobardos, Grimaldo. El mismo año que ocurrieron los hechos que soñaste. Trasmondo, conde de Capua, el hombre de los fríos ojos verdes, era antepasado de Lotario de Conti, hijo a su vez de Trasmondo, conde de Segni también. Hoy, el papa Inocencio III.
El aura de misterio comenzaba a diluirse en un sentimiento de opresión que no me abandonaba.
—Viejo, dentro de poco llegará aquí, a Nemi, al castillo, el papa que está a punto de obtener el dominio del mundo. Vale que se tratase de sólo un sueño. Vale que sólo seamos hombres de ciencia. Pero la visión fue debida sin duda, a las notas que tú mismo tomaste de aquel libro. Y ¿por qué hoy he vuelto a acordarme de todo? ¿Por qué precisamente hoy, después de tantos años? Girolamo, tengo vergüenza de decirte estas cosas, pero me encuentro muy mal, de veras, debes creerme. Tengo la sensación de que algo o alguien me indica un camino que debo recorrer. Una misión que he de cumplir. Bueno, ya te lo he dicho. ¡Ahora, ríete si quieres!
Acabé de ceñirme el viejo cinturón con la hebilla con dibujos dorados que había encontrado cerca de las ruinas del templo de Diana. Nos abrazamos.
—Giordano —me recomendó—, ¡nada de heroicidades! Desde hoy tu vida podrá ser aún más preciosa y, si el diablo quisiese meter la pezuña, acuérdate de que el emisario es la mejor escapatoria. Nadie tiene el coraje suficiente como para pasar. Adiós, hijo mío. Ahora ya sabes que tu mundo de números también necesita la ayuda del buen Dios.
—Adiós, Girolamo. Pase lo que pase, gracias. Me has enseñado muchas cosas, las más importantes. Y si no volviese, quema todos mis libros. Los llevo en mi mente. Adiós, viejo. Estoy seguro de que nos veremos en alguna parte.
—Cierto, hijo. Si no es aquí, tal vez sea en el Aqueronte. Pero ya verás cómo nos encontraremos en cualquier otro lugar. Que Dios te asista. E intenta contener la respiración cuanto puedas. El hedor de Lucifer es horrible.

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