Capítulo 5 Tanta violencia como sea menester

Publicado el 22 de diciembre de 2021, 22:44

Madrid


Las instrucciones del Director, el general Mola, son ocupar los centros de gobierno usando «tanta violencia como sea menester», pero los sublevados de Madrid, que no las tienen todas consigo, se limitan a concentrarse en el cuartel de la Montaña y en el campamento de Carabanchel, en una modosa actitud más cercana a la desobediencia civil que a la rebelión militar.
Mientras tanto, los oficiales leales al gobierno, más decididos, ocupan las dependencias del Ministerio de la Guerra y otros edificios oficiales, entre ellos la estación de radio de la Marina, sita en la Ciudad Lineal. Desde allí, el oficial radiotelegrafista Benjamín Balboa cursa un comunicado a la flota denunciando las intenciones golpistas de gran parte de los jefes. La marinería, que está muy infiltrada de células anarquistas y comunistas, se amotina, se declara fiel a la República, detiene a los oficiales y a muchos los asesina. En el acorazado Jaime I se forma un comité de la Compañía de Navío que se amotina cuando navegan a la altura del cabo de Montego. En el intercambio de disparos entre los oficiales y los amotinados mueren dos oficiales. El comité, ya dueño del barco, informa al Ministerio de Marina y pide instrucciones: «¿Qué hacemos con los cadáveres?».
La respuesta no tarda en llegar: «Con respetuosa solemnidad den fondo a los cadáveres anotando situación».
En los otros barcos ocurre algo parecido. En su mayoría quedan en el lado republicano, pero desprovistos de mandos y técnicos. Esta carencia de oficiales afectará al funcionamiento de la escuadra republicana durante la guerra.
Mientras tanto, en Madrid, los milicianos estrenan sus flamantes fusiles tiroteando el cuartel de la Montaña. Los derechistas sitiados en el edificio devuelven el fuego desde las ventanas. El paqueo no cesa por la noche [6] . Mientras un altavoz insta a los rebeldes a la rendición, un avión sobrevuela el cuartel y arroja octavillas con el mismo mensaje. Cuando amanece, los sitiadores cañonean el edificio con tres piezas que manejan diestramente los artilleros Antonio y Gabriel Vidal, padre e hijo. Un obús penetra en el centro de mando y hiere al general Fanjul, cabeza de la rebelión. En las calles adyacentes, la gente vitorea a tres carros de combate que aparecen para reforzar a los sitiadores. La resistencia continúa, pero la moral de los sublevados decae. Se producen enconadas discusiones entre los que quieren rendirse y los que se obstinan en resistir persuadidos de la inminente llegada de las columnas de Mola. Después de otra noche de paqueos, al amanecer, los partidarios de la rendición agitan banderas blancas en algunas ventanas.
Los milicianos prorrumpen en vivas. Los más entusiastas abandonan sus parapetos y corren a ocupar el cuartel, pero son abatidos a tiros desde las ventanas. Los partidarios de prolongar la resistencia no han advertido las banderas blancas o acaso han preferido ignorarlas. Los milicianos se creen víctimas de una innoble celada. Cunde la ira. Horas más tarde se rinde el cuartel, esta vez definitivamente. Los sitiadores irrumpen furiosos y vengan a sus muertos asesinando a unos doscientos cincuenta sublevados. Una de las fotografías más impresionantes de la guerra es la del patio del cuartel sembrado de cadáveres en la mañana del día 21 de julio.
El capitán republicano Orad de la Torre recorre el cuartel tomado. En una de las dependencias encuentra a varios oficiales sentados. «A la cabecera, un comandante con el corazón atravesado por un balazo. Los otros, desplomados sobre sus sillas con heridas parecidas. Supuse que al ver el cuartel perdido se habían sentado y se habían suicidado. Conocía a algunos, compañeros míos de armas…».

Vítores en el patio. En una de las dependencias de la Montaña, los milicianos han encontrado un depósito de cuarenta y cinco mil cerrojos, los que faltaban a los fusiles almacenados en el parque. Cunde la euforia y la fe en el triunfo.
En cuanto al otro cuartel sublevado, el campamento de Carabanchel, los militares leales se rebelan contra los rebeldes y los reducen.
«Mi hermana y su marido llegan aterrados al piso familiar —recuerda Felicidad Blanc—. Unas mujeres se han parado ante ellos gritando: “Hay que acabar con los señoritos”. Mi madre les dice que se queden en casa. Todos reunidos estaremos más seguros. El portero de enfrente, el de Radio España, nos trae noticias: “Franco se ha sublevado en África”. Tenemos la radio puesta todo el día, se oye tocar la música de La Verbena de la Paloma y partes constantes con noticias contradictorias. La doncella nos sirve la mesa igual que siempre, con su uniforme impecable, cofia y delantal almidonado. Oigo decirle a la cocinera, que es de izquierdas: “Ganas tienes de vestirte de mamarracho”. Mi padre ha llamado desde el hospital: no puede venir, no sale del quirófano, no cesan de entrar heridos.» [7]
En Barcelona, la Guardia de Asalto y la Guardia Civil, fieles a la República, aplastan la rebelión con ayuda de las milicias de la CNT. Los líderes anarquistas Durruti, Sanz y García Oliver, vencedores de la jornada, irrumpen con sus ropas sudadas, sus botas polvorientas y sus armas aún calientes en el lujoso despacho del presidente de la Generalitat, Lluís Companys, líder de un partido republicano burgués.
Companys les ofrece asiento y va directo al grano en un calculado golpe de efecto:

—Sois los dueños de Barcelona y de Cataluña… la habéis conquistado y todo es vuestro. Si no me necesitáis o no me queréis como presidente de Cataluña decídmelo en seguida. Si creéis que en mi puesto, con los hombres de mi partido, mi nombre y mi prestigio, puedo ser útil en la lucha… podéis contar conmigo y con mi lealtad como hombre y como político.
Los anarquistas, que esperaban que el político burgués se aferrara a la poltrona, se miran sorprendidos. No sabrían qué hacer con el poder que han conquistado. Llevan toda la vida despotricando contra los gobiernos, ¿cómo van a formar ellos un gobierno? Mejor dejar al que hay, que administre.

 

[6] La expresión paqueo alude a los disparos de fusil aislados, generalmente provenientes de un francotirador o paco. La expresión se acuñó en la guerra de África para designar a los moros que se emboscaban durante horas para disparar de lejos a los soldados españoles. En aquellas barrancas desoladas, el disparo sonaba: pa y el eco co, de donde paco.

[7] Felicidad Blanc, Espejo de sombras, Ed. Argos Vergara, Barcelona, 1978, p. 93.

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