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Publicado el 23 de diciembre de 2021, 20:11

En la cueva humosa se había hecho un gran silencio. Los guerrilleros esperaban con inquietud la decisión de su jefe y se asombraban por la tranquilidad de su huésped, sin saber si admirar su seguridad o pensar que era la estupidez la que le impedía comprender en qué peligro se hallaba. También les tenía asombrados la mirada con que los dos hombres del mismo nombre se miraban: no como amigos, pero tampoco como enemigos: casi como cómplices, gente que se comprendía con una sola mirada, de modo que podían también sonreírse. Hasta que finalmente Bar-Abba se levantó, deseando paz y diciendo:
—Por esta noche puedes dormir en esta cueva, Jesús el Nazareo, pero no busques otros encuentros.
También Jesús se levantó, le deseó la paz y dijo:
—Si se presentan, será porque Dios así lo ha querido.
Se tumbó en un rincón, se envolvió en su capa y, en pocos instantes, se durmió.
Fue despertado por un brusco tirón, no violento pero rápido, y alguien se inclinó sobre él.

—Despiértate y escapa —le dijo una voz en la que se advertía mucha urgencia, pero ningún temor—, están llegando los soldados. Puedes venir con nosotros, si te das prisa.
—No tengo nada que temer de los soldados —dijo Jesús poniéndose en pie.
—Lo tendrás —le hizo observar el otro— si te encuentran en nuestro campamento con las cenizas todavía calientes.
Pero no se entretuvo más, y alrededor de Jesús reinaba ahora la oscuridad y el silencio. Se levantó, encontró a tientas el cayado y la alforja y se dirigió hacia la salida guiándose con la mano apoyada en una pared, hasta que la galería dobló y le presentó un triángulo claro que era la abertura de la cueva en el cielo estrellado.
Bar-Abba tenía razón: podía verse de vez en cuando, entre las cortas sombras que la luna proyectaba sobre un desierto no menos oscuro, algún pequeño relámpago que los astros arrancaban a un arma o al bullón de alguna coraza. Los soldados debían de estar aún a unos tres estadios, de modo que recorrió con cautela el corto y empinado sendero que descendía de la boca de la cueva para no hacer rodar ninguna piedra que le habría delatado, y dio un rodeo tranquilamente a la pequeña montaña para luego doblar de nuevo hacia el Jordán. Como el bandido que le había despertado, también él, hijo de un pueblo acostumbrado a una convivencia casi secular con el invasor, no sentía ningún miedo. Lo único que lamentaba era no haber hecho la noche anterior las preguntas que se había guardado para el momento de la despedida: si conocían a Juan, llamado el Bautista, si sabían dónde se encontraba en aquellos días, y si estaba muy lejos de allí.
Y entonces se dio cuenta del error que había cometido al creer que los soldados que llegaban eran romanos. No se encontraba en la orilla derecha del Jordán, en la Samaria sometida a la jurisdicción del prefecto imperial, sino en la izquierda, donde reinaba Herodes Antipas, de modo que aquellos hombres debían de ser soldados suyos, y aunque la prudencia aconsejase a Bar-Abba y a los suyos alejarse, era poco probable que el tetrarca se tomara la molestia de perseguir a los rebeldes de quienes tenía poco que temer. La presa, pensó Jesús, podía ser en cambio Juan.
Apretó el paso, buscando en la noche de luna las zonas de sombra proyectadas por las nubes. Sus ojos trataban de reconocer los lugares familiares en los que Juan y él habían vivido juntos largo tiempo, pero pronto aminoró el paso, presa de una nueva duda. Los bancos de arena cerca de Betabara, a lo largo de los cuales discurrían los abundantes cursos de agua en los que Juan solía bautizar a sus discípulos, estaban por lo menos a doscientos cincuenta estadios al sur: era improbable que su primo se hubiera ido tan lejos desde su Judea para caer en alguna trampa, cuando lo más prudente habría sido volver a la orilla derecha del Jordán, lejos de Herodes. Pero no era menos cierto que nada podría detener a Juan, si pensaba que los habitantes de una región requerían su presencia, y nadie lo sabía mejor que Jesús.
Entre Juan y él había pocos meses de diferencia. María, muy joven, había sabido apenas que había concebido al partir hacia Hebrón a ver a su pariente, Isabel, mujer del anciano sacerdote Zacarías. Se trataba de un largo viaje, de más de mil estadios, pero Isabel se había quedado encinta por primera vez en edad avanzada y podía necesitar ayuda. Todo había salido bien, y al recién nacido le habían puesto el nombre de Juan, que significa «Yahvé es propicio», luego María había emprendido el viaje de regreso y al cabo de pocas semanas también ella había dado a luz a su primogénito, al que llamaron Jesús, o sea, «Yahvé es la salvación».
Durante muchos años, las dos mujeres no se volvieron a ver: a causa de la distancia, pero sobre todo de los embarazos de María. La ocasión para el reencuentro, y para el primer encuentro de Juan y Jesús, fue triste: la muerte de José, durante la sublevación de los zelotas contra el censo romano, indujo a la viuda a alejarse de la peligrosa Galilea, sometida a hierro y fuego por los soldados de Tiberio César, y a buscar refugio en Judea por algún tiempo.

Los chicos de Gamala encontraron un gran alivio para el dolor del terrible final del padre en la amistad del joven pariente, y Jesús también en seguir los mismos estudios que él, que le parecieron mucho más avanzados que los suyos, hasta el punto de que permitieron a Juan debatir entre las tesis rígidamente conservadoras de Rabí Shammai y las liberales de Rabí Hillel. Ambos jóvenes se sentían decididamente más próximos al segundo, cuya dulzura de carácter admiraban, así como la serena fuerza con que había soportado la pobreza y la energía con que se había opuesto a la hipocresía de ciertos sacerdotes y otra gente piadosa que, a escondidas, atisbaba con el rabillo del ojo para asegurarse de que alguien observaba el fervor de su oración.

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