Segunda Parte VI INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA PURA DE LA DEMOCRACIA

Publicado el 26 de diciembre de 2021, 18:46

Una teoría es una explicación coherente de algo interesante que se ha visto y observado en la Naturaleza o en la sociedad. Hay teorías integradoras de diferentes aspectos de la realidad que explican de forma sencilla y elegante fenómenos muy complejos. Uno de ellos, el poder político, siempre ha pedido ser explicado por medio de teorías. Todas ellas han sido tributarias de su tiempo y de la naturaleza del poder que explican.

Hubo tiempos de relativa simplicidad que dieron fruto a grandes concepciones del poder político, según el número de personas que gobernasen o el principio rector de los gobiernos. Pero los tiempos cambian. Y a medida que avanza la complejidad retrocede la comprensión. Ninguna época anterior ha sido tan difícil de entender como la actual, porque ninguna otra llegó a ser tan diversa, porque ninguna antes había ofrecido tantos saberes a la reflexión del pensamiento, al saber del mundo social.

Comparada con las teorías científicas, la teoría política tiene a su favor la ventaja de que no necesita integrar en ella a las anteriores explicaciones del poder, tal como la teoría de la relatividad tuvo que dar cuenta, por ejemplo, de la teoría clásica de la gravedad. Pero tiene en su contra el enorme inconveniente de que no puede ser, como la teoría científica, un feliz producto de la acumulación de conocimientos y descubrimientos anteriores. En la historia de las ideas políticas sólo podremos encontrar un factor constante, la condición humana del poder. Todos los demás son variables. Y cuando esa constante se abandona, la teoría se hace utopía. Un género literario que se convierte
a veces en la más insensata y peligrosa de las teorías.

Esa ventaja y ese inconveniente motivan que la teoría política, para ser tal, ha de presentar tres caracteres que la distingan de cualquier otro tipo de producción mental sobre la política: ser universal, original y al mismo tiempo realista. En tiempos de abrumadora información, la conjunción de estas tres cualidades en un mismo pensador es rara. No por falta de alcance histórico, talento imaginativo o capacidad de percepción de lo real, como pensaba Leo Strauss del pensamiento político actual, sino porque el agobiante peso de los saberes especiales hace dudar de la seriedad de cualquier idea que ose contradecir las estadísticas sociales o la experiencia histórica inmediata.

¿Quién se atreve a sostener ya que la libertad es una pasión de la naturaleza humana, después de tantos siglos de servidumbre voluntaria y de la experiencia fascista o comunista? ¿Cómo se sigue diciendo, sin sonrojo, que la soberanía política reside en el pueblo, cuando vemos entronizados en toda Europa los gobiernos más corruptos de la historia moderna, sin que puedan ser echados del poder si ellos no quieren irse? ¿Cómo se puede creer en la legalidad de las leyes si los jueces ordinarios no pueden revisar la constitucionalidad de las mismas? ¿Por qué se dice que hay libertad política si el pueblo no puede elegir directamente a sus representantes y a sus gobernantes?

Una teoría que no explique estas evidencias contradictorias de la opinión dominante en las «democracias» europeas no es una teoría descriptiva de la oligarquía, ni una teoría normativa de la democracia, sino una vulgar apología de los sistemas que generan crimen y corrupción, bajo secretas razones de Estado que enriquecen a los gobernantes y los eternizan en el poder.

Comencé diciendo que toda teoría es una explicación. Ahora añado que toda explicación, en materia política, o es una justificación legitimadora o una rebelión contestataria. Ante la imposibilidad cultural de justificar lo que hay, la teoría de la democracia no puede ser hoy otra cosa que una rebelión, una llamada razonable a la rebelión civilizada, en nombre de lo que puede y debe haber: libertad política y democracia.

Era una costumbre de la filosofía política del siglo XVII tratar de las pasiones del alma individual como preámbulo obligado a la teoría del Estado. Hoy no es posible concebir una teoría realista de la democracia sin contar, en el momento de su creación y en el de su proyección al futuro previsible, con el carácter egoísta y «maximizador» de utilidades, con la pasividad ante lo público de los sujetos-ciudadanos-productores-consumidores, o sea, de la clase de gente rezongona que ha de vivirla o practicarla. Sobre todo cuando se piensa, como yo pienso, que la política no es una acción social guiada por la razón universal o el comportamiento racional, sino una conducta colectiva dictada por las pasiones irracionales que levantan los procesos de identificación de las masas con las ideas y personas de poder, consideradas, por razón de imagen y propaganda, como «de las suyas».

Así, si se construye una teoría de la democracia pensando en el comportamiento egoísta o pasional de la gente, tanto mejor funcionará en la práctica si la proporción de personas altruistas o de comportamiento racional es elevada. Más vale equivocarse en este sentido que en el contrario. Las instituciones inspiradas en el pesimismo sobre la condición del poder han procurado más seguridad a los ciudadanos que los gobiernos «bondadosos».

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