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Publicado el 26 de diciembre de 2021, 23:16

—¿Quién te compró?
—Un mercader de vinos, era de Siracusa. Le gusté, se convirtió en mi amo y durante un año me vi obligada a hacer todo lo que le apeteció. En la cama era un cerdo. Cuando se cansó de usarme y de satisfacer sus fantasías, me vendió. Estábamos en Alejandría y tu padre me compró.
Cintia ajustaba los pliegues de la estola y daba los últimos retoques a la indumentaria de su ama. Hipatia estaba resplandeciente.
—¿Te gustaría ir al teatro? —le preguntó de repente.
La esclava se quedó inmóvil.

—Es lo que más anhelo, aparte de mi libertad.
—¡Entonces, coge un manto y sígueme!
—Pero, ama…
Hipatia abandonaba ya la alcoba.
—¡El maquillaje, ama! —exclamó Cintia desconcertada.
La hija de Teón bajaba por las escaleras. Su belleza no necesitaba de retoques ni añadidos. Era como una diosa que descendía del Olimpo.

 

Cuatro esclavos nubios portaban la litera, escoltada por dos criados armados con espadas cortas; al lado caminaban Cintia y Cayo, que ejercía nuevas funciones como ayudante del mayordomo. El paso de los porteadores era tan vivo que a la esclava le costaba seguirlo.
—Quiero que le des la libertad — insistió Hipatia por tercera vez.
—¿Pero se puede saber qué mosca te ha picado? —Teón no podía comprender aquel empeño de su hija. Hipatia jamás se había interesado por esas cosas.
—Quiero que Cintia pueda decidir por sí misma.
—¿Decidir qué?

—Si desea permanecer en nuestra casa o marcharse.
Teón miró por la cortinilla: estaban llegando a la zona ajardinada que rodeaba el palacio del prefecto imperial. Conforme se acercaban al teatro iba creciendo el número de los que caminaban por la calle. Allí eran ya una masa que entorpecía el paso de las literas. Su hija lo tenía desconcertado. Desde que habían subido a la litera, no había parado de insistir en aquella extraña petición. Cintia era una mujer discreta, hermosa, y en la cama se mostraba dispuesta a satisfacer todos sus caprichos que, por otra parte, no eran excesivos. ¡Cómo se le podía ocurrir una cosa así!
—¿Sabes cuánto pagué por Cintia?
—Puedes decírmelo, pero te anticipo que no me importa. Quiero que le des la libertad y, si tanto te importa el dinero, yo te pagaré su precio.
—¿Tú? ¿Cómo ibas a hacerlo?
—Daría clases.
—¡Has perdido el juicio, Hipatia!
—¿Por dar clases?
—¡Aún no tienes catorce años! — Teón no comprendía qué había podido ocurrirle a su hija para que se comportase de aquel modo.
—¿Desde cuándo el conocimiento es proporcional a la edad? ¡Cuántos murieron ignorantes, después de haber vivido ochenta y más años! ¡Eso no es un argumento, padre, eso es una excusa!
—La experiencia se mide con la edad. No tienes experiencia.
—Nadie la tiene cuando comienza. Pero no quiero seguir en esa dirección, no deseo que me alejes de lo que me interesa. ¿Le concederías a Cintia la libertad si te pago su precio?
—Hipatia, por favor… Hemos venido al teatro, no a discutir. He condescendido a que Cintia nos acompañe, ¿qué más quieres?
—Su libertad.

Se escucharon unos gritos descompuestos y los porteadores se detuvieron. Los gritos aumentaron y Teón descorrió la cortinilla de la litera.
—¿Qué ocurre, Cayo?
—No lo sé, mi amo. Parece que en las puertas del teatro hay algún problema. La gente está agolpada, no podemos avanzar. Voy a ver qué sucede.
Los gritos arreciaban cada vez más.
—¡Fuera! ¡Fuera!
Teón bajó de la litera; los fornidos porteadores nubios habían tomado posiciones, protegiendo sus ángulos. Nunca se sabía cómo podían acabar aquellos altercados que la plebe alejandrina protagonizaba con frecuencia.

Hipatia llamó a Cintia; la esclava conversaba con un grupo de personas que no paraban de señalar en dirección al teatro. Estaban a menos de un estadio de las puertas que daban acceso a las tres cáveas, donde podían acomodarse hasta doce mil espectadores. La gente se arremolinaba agitada, como las hojas de los árboles cuando una tormenta es inminente.
—Parece que son los cristianos — comentó la esclava.
Los gritos aumentaban al tiempo que crecía la confusión.

Cayo regresó corriendo, hizo una señal al otro criado y éste sacó de los bajos de la litera varias espadas que repartió entre los porteadores.
—Son los cristianos, mi amo — ratificó Cayo.
—Pero ¿qué pasa?
—Cierran el paso a la gente y les impiden entrar en el teatro. Han empezado a pelearse. Esto no me gusta.
—¿Y la guardia? ¿Dónde está la guardia para poner orden? —preguntó el astrólogo, mirando a ambos lados.
Cayo se encogió de hombros.
—No se les ve por ninguna parte. Al menos yo no…

En aquel momento una marea humana se desplazó como una ola, provocando numerosas caídas. Unos segundos después las piedras volaban en todas direcciones. Los nubios, con las espadas desenvainadas, estaban pendientes de cualquier accidente.
—¡Allí, allí! —gritó un joven señalando hacia un lateral de la plaza, donde habían aparecido, como por ensalmo, un nutrido grupo de monjes de los que habían acompañado, años atrás, al patriarca Atanasio cuando regresó a Alejandría después de uno de sus numerosos exilios.
—¡Los monjes! ¡Los monjes negros!

Eran por lo menos un centenar y empuñaban gruesos garrotes. Mucha gente comenzó a correr despavorida, pero otros cerraron filas y en sus manos aparecieron dagas y estiletes, incluso algunas espadas. Si alguien no lo remediaba, aquello iba a convertirse en un baño de sangre.
—Si mi amo no dispone otra cosa, me parece que lo mejor es marcharnos, mientras estemos a tiempo. ¡Esto va a ser una batalla campal!
Otra nube de piedras voló sobre sus cabezas.
—¡Una espada, Cayo! ¡Quiero una espada!

—¡Pero, mi amo…!
—¡Una espada he dicho! ¡No podemos arredrarnos ante esta chusma! Hace años que tratan de acabar con el teatro, pero nunca su desfachatez había llegado tan lejos. ¡Hoy es el teatro, mañana será el Gimnasio, luego quemarán las bibliotecas y más tarde serán los templos! ¡A esto hay que ponerle freno!
—Pero, Hipatia, mi amo…
—¡Hipatia quiere otra espada! — exclamó la joven—. ¡Mi padre tiene toda la razón!
Entonces fue cuando un grito brotó de cientos de gargantas, alzándose por encima de la algarabía.

—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego! Al fondo se alzaban densas columnas de humo.
—¡Es el teatro! ¡Han pegado fuego al teatro!
Era cierto, el teatro estaba ardiendo y el patriarca Atanasio, pese a su avanzada edad, estaba a la cabeza de los incendiarios.
Arreciaron los gritos y las carreras. La gente corría enloquecida en medio de la confusión. Aunque hubiesen querido marcharse, ya no sería posible. El lugar era una inmensa ratonera, donde la muchedumbre estaba atrapada.

El enfrentamiento entre los monjes y los ciudadanos más arrojados fue como un choque entre dos ejércitos. La tragedia que iba a representarse en la escena cobró vida en la plaza y las calles adyacentes.

 

Hipatia lloraba desconsoladamente. Quienes pensaban que lo hacía por el incendio del teatro se equivocaban. El único que conocía el dolor que la embargaba era su padre. Teón sabía que sus lágrimas eran por Cintia.

La pedrada le había dado de pleno en la frente y cuando se desplomó sobre el suelo la vida la había abandonado. Hipatia se sentía culpable por haber conducido a Cintia hasta aquel matadero en que se habían convertido los aledaños del teatro. Reiteradas veces se había manifestado en contra de que era el fatum, el destino establecido de antemano, el que marcaba la vida de las personas. A diferencia de su progenitor, no defendía que fueran los astros los que señalaban el destino de las personas. Ahora la atormentaba la duda. Su mente, en medio del dolor, especulaba con el hecho de que había sido una decisión suya la que había conducido a la esclava al lugar de su muerte. Ella había elegido en ejercicio de su libertad y jamás podría saber si esa decisión no estaba determinada de antemano por el destino de Cintia.
Pero había algo más en la angustia que la embargaba. Por primera vez en su vida había visto la muerte cara a cara y también el rostro del fanatismo. El mundo no eran las espaciosas estancias de su mansión, lujosamente amuebladas. Tampoco la placentera lectura o el estudio en busca del conocimiento. Ni siquiera las reposadas conversaciones en el triclinio de su casa, a las que su padre ya le permitía asistir en ocasiones y donde sus intervenciones causaban la admiración de la aristocracia alejandrina del saber. El mundo no eran las bibliotecas donde se atesoraba el saber de la humanidad y el placer que producía descubrirlo, ni la educada cortesía y las formas amables de que hacían gala los amigos de su padre en las animadas tertulias donde se valoraba la sabiduría y el ingenio.
La realidad que Hipatia había visto aquella tarde era algo muy diferente: miradas cargadas de odio y resentimiento, ojos donde brillaba lo peor de los corazones. Vio gentes que no eran capaces de mostrarse respetuosas con las opiniones de los demás porque ni siquiera respetaban la vida. Sus armas no eran la dialéctica y el razonamiento, eran los garrotes y las espadas. Utilizaban el fuego como
argumento supremo de sus acciones.
La torre de marfil en que había vivido, rodeada de los lujos, los caprichos y el bienestar que su padre le había proporcionado, se había desmoronado y dejaba al descubierto la miseria de la condición humana.
Aquella larga noche en que Alejandría se quedó sin teatro Hipatia se prometió a sí misma que lucharía con todas sus fuerzas para evitar que el fanatismo de quienes se consideraban en posesión de una verdad única yexcluyente se adueñase de su amada Alejandría.

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